Han pasado cinco días desde que vi a Jesse Ward por última vez.
Cinco
días de angustia, cinco días de vacío y cinco días de sollozos. No
queda
nada en mi interior. Ni emociones, ni alma, ni lágrimas. Nada.
Cada vez que cierro los ojos lo veo ahí. Un aluvión de imágenes se
proyecta en mi mente; oscilan entre el hombre atractivo y seguro
de sí
mismo que me poseyó por completo y esa criatura vacua, hiriente y
ebria
que ha acabado conmigo. Estoy hecha un auténtico lío. Me siento
vacía e
incompleta. Me obligó a necesitarlo y ahora se ha ido.
Veo su rostro en la oscuridad y oigo su voz en el silencio. No
logro
escapar de él. Soy ajena al bullicio que me rodea, percibo los
sonidos como
un zumbido distante, y veo las cosas lentas y borrosas. Vivo en un
infierno.
Vacía. Incompleta. Siento una angustia absoluta.
Dejé a Jesse borracho y furioso en su ático el domingo pasado. No
he
sabido nada de él desde que me marché y lo abandoné gritando y
trastabillando. No ha habido llamadas, ni mensajes, ni flores...
Nada.
Sam sigue frecuentando semidesnudo la casa de Kate, pero sabe que
no debe mencionarme a Jesse, de modo que calla y mantiene la
distancia
conmigo. Mi presencia debe de resultar incómoda en estos momentos.
¿Cómo es posible que un hombre al que conozco desde hace apenas
unas
semanas haga que me sienta de esta manera? Y no obstante, en este
poco
tiempo he descubierto que es intenso, apasionado y controlador,
pero
también tierno, cariñoso y protector. Lo echo mucho de menos, pero
no a la
persona borracha y vacía a la que me enfrenté la última vez. Ése
no era el
hombre del que me he enamorado, pero ese breve intercambio de
insultos
no consiguió borrar las semanas que vivimos antes de ese funesto
domingo
que pasamos solos. Prefiero mil veces su carácter frustrante y
provocador a
la desagradable imagen de verlo bebido. Por extraño que parezca,
también
echo de menos esos rasgos exasperantes de su personalidad.
Ni siquiera he pensado en La Mansión ni en lo que representa.
Prácticamente ha perdido toda importancia. Al parecer, que Jesse
hubiera
vuelto a beber fue culpa mía. Arrastrando las palabras me recordó
que ya
me había advertido de que habría graves consecuencias si lo
dejaba. Y es
verdad, lo había hecho. Pero no me explicó qué clase de
consecuencias ni
por qué. Era otro de sus misteriosos acertijos, y no me dio más
detalles.
Debería haber insistido, pero me encontraba demasiado ocupada
dejándome absorber por él. Estaba ebria de lujuria y sumida en su
intensidad, todo me daba igual. Él me consumía por completo. Nunca
imaginé que fuese el señor de La Mansión del Sexo y, desde luego,
nunca
imaginé que fuese alcohólico. Estaba completamente ciega.
He tenido suerte de haber esquivado las posibles preguntas de
Patrick
respecto al proyecto del señor Ward. Cuando una suma de cien mil
libras
apareció en la cuenta bancaria de Rococo Union por cortesía del
señor
Ward me sentí inmensamente agradecida. Con tanto dinero pagado por
adelantado podía decirle a Patrick que el señor Ward había tenido
que
marcharse al extranjero por una cuestión de negocios y que eso
retrasaría
el proyecto. Sé que tendré que hacer frente a este tema, pero
ahora mismo
no tengo fuerzas, y no sé cuándo lograré reunirlas. Quizá nunca.
La pobre Kate se ha estado esforzando mucho para sacarme de este
agujero negro en el que me he metido. Ha intentado mantenerme
ocupada
con clases de yoga, llevándome de copas y decorando tartas, pero
como
mejor me siento es pudriéndome en la cama. Viene a comer conmigo
todos
los días, aunque yo no como nada. Bastante me cuesta limitarme a
tragar
sin tener que pasar comida a través del nudo constante que tengo
en la
garganta.
Lo único que espero con ansia en estos momentos es mi paseo
matutino. Apenas duermo, así que obligarme a salir de la cama a
las cinco
de la mañana todos los días es relativamente fácil.
La mañana es tranquila y fresca. Me dirijo al punto de Green Park
donde me desplomé, exhausta, la mañana en que Jesse me arrastró
por las
calles de Londres en uno de sus agotadores maratones. Me quedo
sentada,
arrancando briznas de césped cubiertas de rocío hasta que tengo el
trasero
dormido y empapado, y entonces me dispongo a regresar sin prisa y
me
voy preparando para sobrellevar otro día sin Jesse.
¿Cuánto tiempo podré seguir así?
Mi hermano, Dan, vuelve mañana a Londres tras visitar a mis padres
en Cornualles. Debería estar desando verlo, han pasado seis meses
desde
que se marchó, pero ¿de dónde voy a sacar la energía para fingir
que todo
va bien? Y con la llamadita de Matt a mi madre para informarla de
que
estaba saliendo con otro hombre, me espera un posible interrogatorio.
Yo
le dije que no era verdad (lo era en aquel momento, ahora ya no),
pero
conozco bien a mi madre y sé que no me creyó, a pesar de que nos
separaba
una línea telefónica y no podía ver cómo jugueteaba con mi pelo.
¿Qué iba
a decirles? ¿Que me había enamorado de un hombre de quien no sé ni
la
edad que tiene? ¿Que regenta un club sexual y que, ¡ah, sí!, es
alcohólico?
El no haber ido a verlos tampoco ayuda demasiado. Mi excusa al
decir que
tenía trabajo fue bastante lamentable, así que no me cabe la menor
duda de
que mañana Dan me someterá a un tercer grado. Tengo que prepararme
para sus preguntas. Será el interrogatorio más exhaustivo al que
me hayan
sometido jamás.
De repente, mi móvil empieza a sonar y a vibrar sobre el
escritorio y
me obliga a salir de mi ensoñación. Es Ruth Quinn. Suspiro para
mis
adentros. Esta mujer también me está suponiendo todo un reto.
Llamó el
martes y me exigió que le diese cita para el mismo día. Le
expliqué que
estaba ocupada y le sugerí que tal vez podría atenderla otra persona,
pero
ella insistió en que me quería a mí. Al final se conformó con la
cita que le
di, que resulta ser hoy, y me ha estado llamando todos los días
para
recordármelo. Debería ignorar la llamada, pero si lo hago marcará
el
teléfono de la oficina.
—Hola, señorita Quinn —la saludo con hastío.
—Ava, ¿qué tal?
Siempre lo pregunta, lo cual es bastante agradable, supongo. No le
digo la verdad.
—Bien, ¿y usted?
—Bien, bien —gorjea—. Sólo quería confirmar nuestra cita.
Otra vez. Qué pesada. Debería cobrar más por aguantar estas cosas.
—A las cuatro y media, señorita Quinn —repito por tercer día
consecutivo.
—Estupendo, nos vemos en un rato.
—Bien, hasta luego.
Cuelgo y dejo escapar un suspiro largo y pausado. ¿Cómo se me
ocurrió acabar el viernes con una clienta nueva, y encima tan
especial?
Victoria entra en la oficina con sus rizos largos y rubios sobre
los
hombros. La noto diferente. ¡Está naranja!
—¿Qué te has hecho? —pregunto alarmada.
Sé que en estos momentos no veo con mucha claridad, pero es
imposible pasar por alto el tono de su piel.
Ella pone los ojos en blanco y saca un espejo de su bolso Mulberry
para inspeccionarse la cara.
—¡No puede ser! —exclama—. Yo quería un tono broncíneo. La muy
idiota se ha equivocado de botella. ¡Parezco una bombona de butano!
—
dice, mientras se frota la cara entre bufidos y resoplidos.
—Será mejor que vayas a comprarte un exfoliante corporal y que te
des una buena ducha —le aconsejo, y vuelvo a centrarme en mi
pantalla.
—¡No puedo creer que me esté pasando esto! —se lamenta—. Esta
noche he quedado con Drew. ¡Saldrá huyendo en cuanto me vea así!
—¿Adónde vais? —le pregunto.
—Al Langan. Me van a tomar por una famosilla del tres al cuarto.
No
puedo ir así.
Esto es una auténtica catástrofe para Victoria. Drew y ella sólo
llevan
saliendo una semana, otra relación que ha surgido a partir de mi
historia
frustrada. Ahora sólo falta que llegue Tom y nos anuncie que va a
casarse.
Ahora mismo, por egoísta que resulte, soy incapaz de alegrarme por
nadie.
Sally, nuestra chica para todo en la oficina, sale apresurada de
la
cocina y se detiene en seco al ver a Victoria.
—¡Madre mía! ¿Estás bien, Victoria? —pregunta, y yo sonrío para
mis adentros cuando la chica me mira alarmada. Nuestra sencilla
Sal no
entiende todas estas tonterías de embellecerse.
—¡Perfectamente! —espeta Victoria.
Sally se retira a la seguridad de sus archivos y huye de la
encolerizada
Victoria y de mí y mis miserias.
—¿Y Tom? —pregunto en un intento de distraer a Victoria de su
crisis con el falso bronceado.
Ella golpea su mesa con el espejo de mano y se vuelve para
mirarme.
Si tuviera energía me echaría a reír. Está horrible.
—En casa del señor Baines. Parece ser que la pesadilla continúa —
gruñe mientras se atusa los rubios rizos alrededor de la cara.
Dejo a Victoria y de nuevo miro vagamente la pantalla de mi
ordenador. Estoy deseando que termine el día para volver a meterme
en la
cama, donde no tengo que ver, hablar o interactuar con nadie.
Cuando dan las cuatro en punto, apago el ordenador y salgo de la
oficina para ir a reunirme con la señorita Quinn.
Llego a la magnífica vivienda adosada de Lansdowne Crescent a
tiempo, y ella me abre la puerta. Me quedo pasmada. Su voz no se
corresponde para nada con su aspecto. Pensaba que sería una
solterona de
mediana edad, tipo profesora de piano, pero no podría estar más
equivocada. Es una mujer muy atractiva, con el pelo largo y rubio,
los ojos
azules y la piel pálida y tersa, y viste un precioso vestido negro
con zapatos
de plataforma.
Sonríe.
—Debes de ser Ava. Pasa, por favor. —Me guía hasta una cocina
horrible estilo años setenta.
—Señorita Quinn, mi portafolio. —Le entrego mi carpeta y ella la
acepta con entusiasmo. Tiene una sonrisa muy agradable. Quizá la
haya
juzgado mal.
—Llámame Ruth, por favor. He oído hablar mucho sobre tu trabajo,
Ava —dice mientras hojea el documento—. Sobre todo del Lusso.
—¿Ah, sí? —Parezco sorprendida, pero no lo estoy. Patrick está
encantado con la respuesta que Rococo Union ha tenido de la
publicidad
del Lusso. Yo preferiría olvidar todo lo relacionado con ese
edificio, pero
parece que no es posible.
—¡Sí, claro! Todo el mundo habla de ello. Hiciste un trabajo
fascinante. ¿Quieres tomar algo?
—Un café estaría bien, gracias.
Sonríe y se dispone a preparar las bebidas.
—Siéntate, Ava.
Me siento, saco mi expediente de clientes y anoto su nombre y la
dirección en la parte superior.
—Bueno, ¿y qué puedo hacer por ti, Ruth?
Se echa a reír y señala la estancia que nos rodea con la
cucharilla.
—¿De verdad necesitas preguntármelo? Es espantosa, ¿no te parece?
—dice, y vuelve a centrarse en la preparación del café.
La verdad es que sí, pero no voy a ponerme a temblar de terror al
ver
los módulos marrón y amarillo y las paredes de imitación de
ladrillo.
—Obviamente, busco ideas para transformar esta monstruosidad —
continúa—. Había pensado en echarla abajo y convertirla en una
habitación
familiar grande. Ven, te lo mostraré. —Me pasa un café y me indica
que la
siga hasta la siguiente estancia.
La decoración es igual de horrible que en la cocina. Ella parece
bastante joven, aparenta unos treinta y tantos, así que deduzco
que hace
poco que se ha trasladado. Parece que este lugar no ha visto una
brocha
desde hace cuarenta años.
Tras una hora de charla, creo que ya he captado la idea de Ruth.
Tiene
buena visión.
Me acompaña hasta la puerta.
—Pensaré en unos cuantos diseños que se adapten a tu presupuesto y
a
tus ideas, y te los haré llegar con mis tarifas —le digo al
despedirme—.
¿Hay alguna cosa que deba dejar al margen?
—No, en absoluto. Evidentemente quiero todos los lujos básicos que
uno espera encontrar en una cocina. —Me ofrece la mano y yo se la
estrecho cortésmente—. Y una nevera para vinos. —Se echa a reír.
—Claro —sonrío con rigidez. La sola mención del alcohol hace que
se
me hiele la sangre—. Estaremos en contacto, señorita Quinn.
—Llámame Ruth, por favor.
Dejo a la señorita Quinn y me siento aliviada; he cumplido con
toda la
cortesía que se espera de mí, al menos por ahora... hasta que vea
a mi
hermano mañana.
Me arrastro por las calles hacia la casa de Kate y deseo que no
esté
para poder retirarme a mi cuarto antes de que continúe con su
misión de
«animar a Ava».
—¡Ava!
Me detengo y veo a Sam asomándose por la ventanilla de su coche
mientras pasa lentamente por mi lado.
—Hola, Samuel —saludo con una sonrisa forzada mientras continúo
caminando.
—Ava, por favor, no te unas al club de cabrear a Sam como tu
endiablada amiga. Me veré obligado a mudarme a otra parte.
Aparca el coche, sale de su Porsche y se reúne conmigo en la acera
delante de casa.
Tiene el aspecto informal de siempre, con esos shorts
exageradamente
anchos, una camiseta de los Rolling Stones y el pelo castaño
cuidadosamente desaliñado.
—Lo siento. ¿Te has trasladado aquí de forma permanente? —
pregunto enarcando una ceja.
Sam tiene un piso en Hyde Park con mucho más espacio, pero como
Kate tiene el taller en la planta baja de su casa, insiste en que
se quede
aquí.
—No, qué va. Kate me dijo que llegarías a casa a las seis, y
quería
hablar contigo. —De repente parece muy nervioso, lo que hace que
me
sienta tremendamente incómoda.
—¿Va todo bien? —pregunto.
Él sonríe levemente, pero no llego a verle el hoyuelo.
—La verdad es que no, Ava. Necesito que vengas conmigo —dice
tímidamente.
—¿Adónde?
¿A qué viene este comportamiento? Sam no es así. Él es alegre y
natural.
—A casa de Jesse.
Sam debe de haber advertido la expresión de horror en mi rostro,
porque se me acerca con expresión suplicante. Con la sola mención
de su
nombre siento pánico. ¿Para qué quiere que vaya a casa de Jesse?
Después
de nuestro último encuentro tendría que llevarme a rastras
mientras grito y
pataleo. No volvería allí ni por todo el oro del mundo. Jamás.
—Sam, no. —Doy un paso atrás negando con la cabeza. Mi cuerpo ha
empezado a temblar.
Él suspira y arrastra las zapatillas sobre el pavimento.
—Ava, estoy preocupado. No contesta al teléfono, y nadie lo
localiza.
Estoy desesperado. Sé que no quieres hablar de él, pero han pasado
casi
cinco días. He ido al Lusso, pero el conserje no nos deja subir. A
ti te
dejará. Kate dice que lo conoces. ¿No puedes al menos convencerlo
para
que nos deje subir? Necesito saber cómo está.
—No, Sam. Lo siento, no puedo —grazno.
—Ava, me preocupa que haya hecho alguna estupidez. Por favor.
Se me empieza a cerrar la garganta, y él se acerca hacia mí
mientras
extiende las manos. No me había dado cuenta de que estaba
retrocediendo.
—Sam, no me pidas esto. No puedo hacerlo. Él no querrá verme, y yo
tampoco a él.
Me agarra de las manos para que no siga retirándome, me impulsa
contra su pecho y me abraza con fuerza.
—Ava, lamento muchísimo tener que pedírtelo, pero debo subir ahí y
ver cómo está.
Dejo caer los hombros, vencida por su abrazo y, de repente,
empiezo a
sollozar, justo cuando creía que ya no me quedaban más lágrimas.
—No puedo verlo, Sam.
—Oye. —Se aparta y me mira—. Sólo habla con el conserje y
convéncelo para que nos deje subir. Es lo único que te pido. —Me
seca una
lágrima que se me había escapado y sonríe con expresión
suplicante.
—No voy a entrar —afirmo. Siento un nudo de pánico en el estómago
sólo de pensar en verlo de nuevo. Pero ¿y si ha cometido alguna
estupidez?
—Ava, tú sólo consigue que nos dejen subir al ático.
Asiento y me seco las lágrimas, que ahora brotan con facilidad.
—Gracias. —Me va arrastrando hacia su Porsche—. Sube. Drew y
John se reunirán con nosotros allí. —Abre la puerta del copiloto y
me insta
a entrar en el coche.
Si John y Drew van a estar allí es porque debe de haber dado por
hecho que accedería. Sam siempre tan optimista.
Me monto en el coche y dejo que Sam me lleve al Lusso, en St.
Katherine Docks, el lugar al que juré no volver jamás.
Mi hombre. Seducción
Jodi Ellen MalpasVolver a capítulos
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