PRÓLOGO
Viernes, 1 de noviembre
Se había
convertido en un acontecimiento anual. Hoy el destinatario de la flor cumplía
ochenta y dos años. Al llegar el paquete, lo abrió y le quitó el papel de
regalo. Acto seguido, cogió el teléfono y marcó el número de un ex comisario de
la policía criminal que, tras jubilarse, se había ido a vivir a orillas del
lago Siljan. Los dos hombres no sólo tenían la misma edad, sino que habían
nacido el mismo día, lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias, sólo podía
considerarse una ironía. El comisario, que sabía que la llamada se produciría tras
el reparto del correo, hacia las once de la mañana, esperaba tomándose un café.
Ese año el teléfono sonó a las diez y media. Lo cogió y dijo «hola» sin más.
—Ya
ha llegado.
—Y
este año, ¿qué es?
—No
sé de qué tipo de flor se trata. Haré que me la identifiquen. Es blanca.
—Sin
ninguna carta, supongo.
—No.
Nada más que la flor. El marco es igual que el del año pasado. Uno de esos
marcos baratos que puede montar uno mismo.
—¿Y
el sello de correos?
—De
Estocolmo.
—¿Y
la letra?
—Como
siempre: letras mayúsculas. Rectas y pulcras.
Con
esas palabras ya estaba todo dicho, así que permanecieron callados durante algo
más de un minuto. El ex comisario se reclinó en la silla, junto a la mesa de la
cocina, chupeteando su pipa. Sabía perfectamente que ya nadie esperaba de él
que hiciera la pregunta del millón, esa que pondría de manifiesto su gran
ingenio y arrojaría nueva luz sobre el caso. Eso ya pertenecía al pasado; ahora
la conversación entre los dos viejos se había convertido más bien en un ritual
en torno a un misterio que nadie en el mundo tenía el más mínimo interés por
resolver.
El nombre
latino era Leptospermum (Myrtaceae)
rubinette. Se trataba de una planta bastante insignificante, con pequeñas
hojas parecidas a las del brezo y una flor blanca, de dos centímetros, con
cinco pétalos. En total tenía unos doce centímetros de alto.
La
especie era originaria de los bosques y las zonas montañosas de Australia,
donde crecía entre grandes matas de hierba. En Australia la llamaban Desert Snow. Más tarde, una especialista
de un jardín botánico de Uppsala constataría que se trataba de una flor poco
común, raramente cultivada en Suecia. En su informe, la botánica explicaba que
la planta estaba emparentada con la Leptospermum
flavescens y que a menudo se
confundía con su prima, la Leptospermum
scoparium, considerablemente más frecuente, que crecía por doquier en Nueva
Zelanda. La diferencia, según la experta, consistía en que la Rubinette presentaba, en los extremos de los pétalos,
un pequeño número de puntos microscópicos de color rosa, que le daban un tono
ligeramente rosáceo.
En
general, la Rubinette era una flor asombrosamente humilde. Carecía
de valor comercial. No poseía ninguna propiedad medicinal conocida ni provocaba
efectos alucinógenos. No era comestible, tampoco servía como condimento y
resultaba inútil para fabricar tintes vegetales. En cambio, tenía cierta
importancia para los aborígenes de Australia, quienes, por tradición,
consideraban sagradas la región de Ayers Rock y su flora. Por lo tanto, el
único objeto existencial de la flor parecía ser el de alegrar el paisaje con su
caprichosa belleza.
En
su informe, la botánica de Uppsala comentaba que si la Desert Snow era rara en Australia, en Escandinavia
resultaba simplemente excepcional. No había visto jamás un ejemplar, pero, tras
consultar a unos colegas, pudo saber que se habían realizado intentos de introducir
la planta en unos jardines de Gotemburgo y que, quizá, a título individual,
fuera cultivada en pequeños invernaderos por amantes de las flores y aficionados
a la botánica. Las dificultades de su cultivo en Suecia se debían a que
requería un clima suave y seco; además, debía estar en el interior durante la
época invernal. El suelo calizo resultaba inapropiado y, por si fuera poco,
necesitaba que el agua se le suministrara desde abajo, para que la absorbiera
la raíz directamente. En fin, exigía muchas atenciones.
En
teoría, el hecho de que se tratara de una flor poco común en Suecia tendría que
haberle facilitado el rastreo de su procedencia, pero en la práctica resultaba
una tarea imposible. No había registros en los que buscar ni licencias que
examinar. Nadie sabía cuántos botánicos o jardineros anónimos habrían intentado
cultivar una planta tan delicada; podía tratarse de una sola persona o de centenares
de aficionados que tuvieran semillas o plantas. Éstas quizá habían sido compradas
personalmente o por correo a algún floricultor o jardín botánico de cualquier
lugar de Europa. Incluso cabía la posibilidad de que se hubieran recogido
directamente durante algún viaje a Australia. En otras palabras, identificar a
esos cultivadores entre los millones de suecos con un pequeño invernadero o una
maceta en la ventana del salón era una misión imposible.
Aquella
flor tan sólo era una más de la larga serie de misteriosas flores que siempre
llegaban en un sobre acolchado el 1 de noviembre. La especie variaba todos los
años, pero siempre se trataba de flores hermosas y, en general, relativamente
raras. Como de costumbre, la flor estaba prensada, puesta meticulosamente sobre
un papel de acuarela y enmarcada con un cristal y un marco sencillo de 29 x 16
centímetros.
El
misterio de las flores nunca llegó a ser conocido por los medios de
comunicación ni por el público, sino tan sólo por un reducido círculo de personas.
Tres décadas antes, la llegada anual de la flor había sido objeto de análisis
no sólo por parte de expertos en huellas dactilares y grafólogos del
Laboratorio Nacional de Investigación Forense e investigadores de la policía
criminal, sino también por parte de un grupo de familiares y amigos del
destinatario. Ya sólo quedaban tres personajes en escena: el anciano que
cumplía años, el ex comisario y, naturalmente, el desconocido que enviaba el
regalo. Además, como los dos primeros tenían una edad muy avanzada, y ya iba
siendo hora de que se fueran preparando para lo inevitable, pronto el círculo
se vería aún más reducido.
El
ex comisario era un perro viejo bastante curtido. Jamás se olvidaría de su
primera intervención, que consistió en arrestar a un guardagujas ferroviario,
completamente borracho, antes de que provocara una desgracia. Durante su
carrera profesional había enchironado a cazadores furtivos, maltratadores de
mujeres, estafadores, ladrones de coches y conductores ebrios. Había tratado
con ladrones y atracadores, camellos, violadores y, por lo menos, con un
dinamitero medio loco. Había participado en nueve investigaciones de asesinatos
u homicidios. Cinco de ellos fueron el típico caso en el que el mismo homicida
llama a la policía y, lleno de remordimientos, confiesa que ha matado a su
mujer, a su hermano o a algún otro allegado. Tres casos llegaron a ser objeto
de investigaciones más amplias; dos se resolvieron en el plazo de dos o tres
días y uno, con la ayuda de la Brigada Nacional de Homicidios, al cabo de dos
años.
El
noveno caso había quedado resuelto desde un punto de vista policial; es decir,
los investigadores sabían quién era el asesino pero las pruebas no eran
determinantes, de modo que el fiscal decidió no presentar cargos. Al cabo de
algún tiempo, para gran indignación del comisario, el caso prescribió. No
obstante, al volver la vista atrás el comisario podía contemplar, en su
conjunto, una impresionante carrera, razón por la cual debería sentirse
satisfecho con lo que había conseguido.
Pero
se sentía cualquier cosa menos satisfecho.
El
comisario tenía una espina clavada con el caso de las flores prensadas, el
frustrante caso sin resolver al que, sin lugar a dudas, había dedicado más
tiempo.
La
situación resultaba más absurda aún porque, tras haberse sumido literalmente
miles de horas en profundas cavilaciones tanto de servicio como en su tiempo
libre, ni siquiera era capaz de determinar con seguridad que se hubiera
cometido un crimen.
Los
dos hombres sabían que la persona que había enmarcado la flor había usado
guantes; por eso no se detectaban huellas dactilares ni en el marco ni en el
cristal. Sabían que sería imposible dar con el remitente. Sabían que el marco
podía comprarse en cualquier tienda de fotografía o papelería del mundo.
Simplemente no había por dónde empezar. Y el sello de correos variaba; la
mayoría de las veces era de Estocolmo, pero en tres ocasiones provino de
Londres, dos de París, otras dos de Copenhague, una vez de Madrid, una de Bonn,
y otra, el sello más desconcertante de todos, de Pensacola, Estados Unidos.
Mientras todas las demás ciudades eran capitales conocidas, Pensacola les
resultó tan desconocida que el comisario tuvo que buscarla en un atlas.
Tras
despedirse, el hombre que cumplía años se quedó sentado un largo rato
contemplando la bella flor, desprovista de significado, originaria de
Australia, y cuyo nombre seguía sin conocer. Luego levantó la mirada hacia la
pared situada detrás de su mesa de trabajo. Allí colgaban cuarenta y tres
flores prensadas y enmarcadas, dispuestas en cuatro filas de diez cuadros cada
una, más una fila inacabada, con sólo cuatro. En la fila superior faltaba una
flor; el lugar número nueve estaba vacío. La Desert
Snow se convertiría en el cuadro
número cuarenta y cuatro.
No
obstante, por primera vez ocurrió algo que no se ajustaba a la pauta de los
anteriores años. De pronto, inesperadamente, el viejo rompió a llorar. Él mismo
se sorprendió del repentino ataque emocional que le había acometido después de
casi cuarenta años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario