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50 SOMBRAS MÁS OSCURAS:Capitulo 5


Greta, ¿con quién está hablando el señor Grey?
Mi rebelde cabellera empieza a picarme y quiere abandonar el edificio,
mientras mi subconsciente me grita que le haga caso. Pero yo aparento bastante
indiferencia.
—Ah, es la señora Lincoln. Es la propietaria, junto con el señor Grey.
Greta parece muy dispuesta a hablar.
—¿La señora Lincoln?
Creía que la señora Robinson estaba divorciada. Quizá haya vuelto a
casarse con algún pobre infeliz.
—Sí. No suele venir, pero hoy uno de nuestros especialistas está enfermo, y
ella le sustituye.
—¿Sabe usted el nombre de pila de la señora Lincoln?
Greta levanta la vista, me mira ceñuda y frunce esos labios rosa brillante,
censurando mi curiosidad. Maldita sea, puede que haya ido demasiado lejos.
—Elena —dice de mala gana.
Al verificar que mi sexto sentido no me ha abandonado, me invade una
extraña sensación de alivio.
¿Sexto sentido?, se burla mi subconsciente. ¡Sentido pedófilo!
Ellos siguen inmersos en la conversación. Christian le cuenta algo
apresuradamente a Elena. Ella parece preocupada, asiente, hace muecas y menea la
cabeza. Alarga la mano y le acaricia el brazo con dulzura mientras se muerde el labio.
Asiente de nuevo, me mira y me dedica una sonrisa tranquilizadora.
Yo solo soy capaz de mirarla con cara de palo. Creo que estoy
escandalizada. ¿Cómo se le ha ocurrido traerme aquí?
Ella le susurra algo a Christian, que dirige la mirada brevemente hacia
donde yo estoy, y luego se vuelve hacia Elena y contesta. Ella asiente y creo que le
desea suerte, pero mi habilidad para leer los labios no es muy buena.
Cincuenta vuelve con paso firme y la ansiedad marcada en el rostro.
Maldita sea, claro. La señora Robinson vuelve a la trastienda y cierra la puerta.
Christian frunce el ceño.
—¿Estás bien? —pregunta, tenso y cauto.
—La verdad es que no. ¿No has querido presentarme?
Mi voz suena fría, dura.
Él se queda con la boca abierta, como si hubiera tirado de la alfombra
debajo de sus pies.
—Pero yo creía…
—Para ser un hombre tan brillante, a veces… —Me fallan las palabras—.
Me gustaría marcharme, por favor.
—¿Por qué?
—Ya sabes por qué —digo, poniendo los ojos en blanco.
Él baja su mirada ardiente hacia mí.
—Lo siento, Ana. No sabía que ella estaría aquí. Nunca está. Ha abierto
una sucursal nueva en el Bravern Center, y normalmente está allí. Hoy se ha puesto
alguien enfermo.
Doy media vuelta y me dirijo hacia la puerta.
—Greta, no necesitaremos a Franco —espeta Christian cuando cruzamos el
umbral.
Tengo que reprimir el impulso de salir corriendo. Quiero huir lejos de aquí.
Siento unas irresistibles ganas de llorar. Lo único que necesito es escapar de toda esta
jodida situación.
Christian camina a mi lado sin decir palabra, mientras yo trato de aclararme
la mente. Me abrazo el cuerpo como para protegerme y avanzo con la cabeza gacha,
esquivando los árboles de la Segunda Avenida. Él, prudente, no intenta tocarme. Mi
mente hierve de preguntas sin respuesta. ¿Se dignará hablar el señor Evasivas?
—¿Solías traer aquí a tus sumisas? —le increpo.
—A algunas sí —dice en voz baja y crispada.
—¿A Leila?
—Sí.
—El local parece muy nuevo.
—Lo han remodelado hace poco.
—Ya. O sea que la señora Robinson conocía a todas tus sumisas.
—Sí.
—¿Y ellas conocían su historia?
—No. Ninguna. Solo tú.
—Pero yo no soy tu sumisa.
—No, está clarísimo que no lo eres.
Me paro y le miro. Tiene los ojos muy abiertos, temerosos, y aprieta los
labios en una línea dura e inexpresiva.
—¿No ves lo jodido que es esto? —digo en voz baja, fulminándolo con la
mirada.
—Sí. Lo siento.
Y tiene la deferencia de aparentar arrepentimiento.
—Quiero cortarme el pelo, a ser posible en algún sitio donde no te hayas
tirado ni al personal ni a la clientela.
No rechista.
—Y ahora, si me perdonas…
—No te marchas, ¿verdad?
—No, solo quiero que me hagan un puñetero corte de pelo. En un sitio
donde pueda cerrar los ojos, y que alguien me lave el pelo, y pueda olvidarme de esta
carga tan pesada que va contigo.
Él se pasa la mano por el cabello.
—Puedo hacer que Franco vaya a mi apartamento, o al tuyo —sugiere.
—Es muy atractiva.
Parpadea, un tanto extrañado.
—Sí, mucho.
—¿Sigue casada?
—No. Se divorció hace unos cinco años.
—¿Por qué no estás con ella?
—Porque lo nuestro se acabó. Ya te lo he contado.
De repente arquea una ceja. Levanta un dedo y se saca la BlackBerry del
bolsillo de la americana. Debe de estar en silencio, porque no la he oído sonar.
—Welch —dice sin más, y luego escucha.
Estamos parados en plena Segunda Avenida y yo me pongo a contemplar el
árbol joven que tengo delante, uno verde de hojas ternísimas.
La gente pasa con prisa a nuestro lado, absorta en sus obligaciones propias
de un sábado por la mañana. Pensando en sus problemas personales, sin duda. Me
pregunto si incluirán el acoso de ex sumisas, a ex amas despampanantes y a un hombre
que no tiene ningún respeto por la ley sobre privacidad vigente en Estados Unidos.
—¿Que murió en un accidente de coche? ¿Cuándo?
Christian interrumpe mis ensoñaciones.
Oh, no. ¿Quién? Escucho con más atención.
—Es la segunda vez que ese cabrón no lo ha visto venir. Tiene que saberlo.
¿Es que no siente nada por ella? —Christian, disgustado, menea la cabeza—. Esto
empieza a cuadrar… no… explica el porqué, pero no dónde.
Mira a nuestro alrededor como si buscara algo, y, sin darme cuenta, yo hago
lo mismo. Nada me llama la atención. Solo hay transeúntes, tráfico y árboles.
—Ella está aquí —continúa Christian—. Nos está vigilando… Sí… No.
Dos o cuatro, las veinticuatro horas del día… Todavía no he abordado eso.
Christian me mira directamente.
¿Abordado qué? Frunzo el ceño y me mira con recelo.
—Qué… —murmura y palidece, con los ojos muy abiertos—. Ya veo.
¿Cuándo?… ¿Tan poco hace? Pero ¿cómo?… ¿Sin antecedentes?… Ya. Envíame un email
con el nombre, la dirección y fotos si las tienes… las veinticuatro horas del día, a
partir de esta tarde. Ponte en contacto con Taylor.
Cuelga.
—¿Y bien? —pregunto, exasperada.
¿Va a explicármelo?
—Era Welch.
—¿Quién es Welch?
—Mi asesor de seguridad.
—Vale. ¿Qué ha pasado?
—Leila dejó a su marido hace unos tres meses y se largó con un tipo que
murió en un accidente de coche hace cuatro semanas.
—Oh.
—El imbécil del psiquiatra debería haberlo previsto —dice enfadado—. El
dolor… ese es el problema. Vamos.
Me tiende la mano y yo le entrego la mía automáticamente, pero enseguida
la retiro.
—Espera un momento. Estábamos en mitad de una conversación sobre
«nosotros». Sobre ella, tu señora Robinson.
Christian endurece el gesto.
—No es mi señora Robinson. Podemos hablar de esto en mi casa.
—No quiero ir a tu casa. ¡Quiero cortarme el pelo! —grito.
Si pudiera concentrarme solo en eso…
Él vuelve a sacarse la BlackBerry del bolsillo y marca un número.
—Greta, Christian Grey. Quiero a Franco en mi casa dentro de una hora.
Consúltalo con la señora Lincoln… Bien. —Guarda el teléfono—. Vendrá a la una.
—¡Christian…! —farfullo, exasperada.
—Anastasia, es evidente que Leila sufre un brote psicótico. No sé si va
detrás de mí o de ti, ni hasta dónde está dispuesta a llegar. Iremos a tu casa,
recogeremos tus cosas, y puedes quedarte en la mía hasta que la hayamos localizado.
—¿Por qué iba a querer yo hacer eso?
—Así podré protegerte.
—Pero…
Me mira fijamente.
—Vas a volver a mi apartamento aunque tenga que llevarte arrastrándote de
los pelos.
Le miro atónita… esto es alucinante. Cincuenta Sombras en glorioso
tecnicolor.
—Creo que estás exagerando.
—No estoy exagerando. Vamos. Podemos seguir nuestra conversación en
mi casa.
Me cruzo de brazos y me quedo mirándole. Esto ha ido demasiado lejos.
—No —proclamo tercamente.
Tengo que defender mi postura.
—Puedes ir por tu propio pie o puedo llevarte yo. Lo que tú prefieras,
Anastasia.
—No te atreverás —le desafío.
No me montará una escenita en plena Segunda Avenida…
Esboza media sonrisa, que sin embargo no alcanza a sus ojos.
—Ay, nena, los dos sabemos que, si me lanzas el guante, estaré encantado
de recogerlo.
Nos miramos… y de repente se agacha, me coge por los muslos y me
levanta. Y, sin darme cuenta, me carga sobre sus hombros.
—¡Bájame! —chillo.
Oh, qué bien sienta chillar.
Él empieza a recorrer la Segunda Avenida a grandes zancadas, sin hacerme
el menor caso. Me sujeta fuerte con un brazo alrededor de los muslos y, con la mano
libre, me va dando palmadas en el trasero.
—¡Christian! —grito. La gente nos mira. ¿Puede haber algo más humillante?
—. ¡Iré andando! ¡Iré andando!
Me baja y, antes de que se incorpore, salgo disparada en dirección a mi
apartamento, furiosa, sin hacerle caso. Naturalmente al cabo de un momento le tengo al
lado, pero sigo ignorándole. ¿Qué voy a hacer? Estoy furiosa, aunque no estoy del todo
segura de qué es lo que me enfurece… son tantas cosas.
Mientras camino muy decidida de vuelta a casa, pienso en la lista:
1. Cargarme a hombros: inaceptable para cualquiera mayor de seis años.
2. Llevarme al salón que comparte con su antigua amante: ¿cómo puede
ser tan estúpido?
3. El mismo sitio al que llevaba a sus sumisas: de nuevo, tremendamente
estúpido.
4. No darse cuenta siquiera de que no era buena idea: y se supone que es
un tipo brillante.
5. Tener ex novias locas. ¿Puedo culparle por eso? Estoy tan furiosa…
Sí, puedo.
6. Saber el número de mi cuenta corriente: eso es acoso, como mínimo.
7. Comprar SIP: tiene más dinero que sentido común.
8. Insistir en que me instale en su casa: la amenaza de Leila debe de ser
peor de lo que él temía… ayer no dijo nada de eso.
Y entonces caigo en la cuenta. Algo ha cambiado. ¿Qué puede ser? Me paro
en seco, y Christian se detiene a mi lado.
—¿Qué ha pasado? —pregunto.
Arquea una ceja.
—¿Qué quieres decir?
—Con Leila.
—Ya te lo he contado.
—No, no me lo has contado. Hay algo más. Ayer no me insististe para que
fuera a tu casa. Así que… ¿qué ha pasado?
Se remueve, incómodo.
—¡Christian! ¡Dímelo! —exijo.
—Ayer consiguió que le dieran un permiso de armas.
Oh, Dios. Le miro fijamente, parpadeo y, en cuanto asimilo la noticia, noto
que la sangre deja de circular por mis mejillas. Siento que podría desmayarme. ¿Y si
quiere matarle? ¡No!
—Eso solo significa que puede comprarse un arma —musito.
—Ana —dice con un tono de enorme preocupación. Apoya las manos en
mis hombros y me atrae hacia él—. No creo que haga ninguna tontería, pero…
simplemente no quiero que corras el riesgo.
—Yo no… pero ¿y tú? —murmuro.
Me mira con el ceño fruncido. Le rodeo con los brazos, le abrazo fuerte y
apoyo la cara en su pecho. No parece que le importe.
—Vamos a tu casa —susurra.
Se inclina, me besa el cabello, y ya está. Mi furia ha desaparecido por
completo, pero no está olvidada. Se disipa ante la amenaza de que pueda pasarle algo
a Christian. La sola idea me resulta insoportable.
* * *
Una vez en casa, preparo con cara seria una maleta pequeña, y meto en mi
mochila el Mac, la BlackBerry, el iPad y el globo del Charlie Tango.
—¿El Charlie Tango también viene? —pregunta Christian.
Asiento y me dedica una sonrisita indulgente.
—Ethan vuelve el martes —musito.
—¿Ethan?
—El hermano de Kate. Se quedará aquí hasta que encuentre algo en Seattle.
Christian me mira impasible, pero capto la frialdad que asoma en sus ojos.
—Bueno, entonces está bien que te vengas conmigo. Así él tendrá más
espacio —dice tranquilamente.
—No sé si tiene llaves. Tendré que volver cuando llegue.
Christian no dice nada.
—Ya está todo.
Coge mi maleta y nos dirigimos hacia la puerta. Mientras nos encaminamos
a la parte de atrás del edificio para acceder al aparcamiento, noto que no dejo de mirar
por encima del hombro. No sé si me he vuelto paranoica o si realmente alguien me
vigila. Christian abre la puerta del copiloto del Audi y me mira, expectante.
—¿Vas a entrar? —pregunta.
—Creía que conduciría yo.
—No. Conduciré yo.
—¿Le pasa algo a mi forma de conducir? No me digas que sabes qué nota
me pusieron en el examen de conducir… no me sorprendería, vista tu tendencia al
acoso.
A lo mejor sabe que pasé por los pelos la prueba teórica.
—Sube al coche, Anastasia —espeta, furioso.
—Vale.
Me apresuro a subir. Francamente, ¿quién no lo haría?
Quizá él tenga la misma sensación inquietante de que alguien siniestro nos
observa… bueno, una morena pálida de ojos castaños que tiene un aspecto
perturbadoramente parecido al mío, y que seguramente esconde un arma.
Christian se incorpora al tráfico.
—¿Todas tus sumisas eran morenas?
Inmediatamente frunce el ceño y me mira.
—Sí —murmura.
Parece vacilar, y lo imagino pensando: ¿Adónde quiere llegar con esto?
—Solo preguntaba.
—Ya te lo dije. Prefiero a las morenas.
—La señora Robinson no es morena.
—Seguramente sea esa la razón —masculla—. Con ella ya tuve bastantes
rubias para toda la vida.
—Estás de broma —digo entre dientes.
—Sí, estoy de broma —replica, molesto.
Miro impasible por la ventanilla, en todas direcciones, buscando chicas
morenas, pero ninguna es Leila.
Así que solo le gustan morenas… me pregunto por qué. ¿Acaso la
extraordinariamente glamurosa (a pesar de ser mayor) señora Robinson realmente le
dejó sin más ganas de rubias? Sacudo la cabeza… El paranoico Christian Grey.
—Cuéntame cosas de ella.
—¿Qué quieres saber?
Tuerce el gesto, intentando advertirme con su tono de voz.
—Háblame de vuestro acuerdo empresarial.
Se relaja visiblemente, contento de hablar de trabajo.
—Yo soy el socio capitalista. No me interesa especialmente el negocio de
la estética, pero ella ha convertido el proyecto en un éxito. Yo me limité a invertir y la
ayudé a ponerlo en marcha.
—¿Por qué?
—Se lo debía.
—¿Ah?
—Cuando dejé Harvard, ella me prestó cien mil dólares para empezar mi
negocio.
Vaya… Es rica, también.
—¿Lo dejaste?
—No era para mí. Estuve dos años. Por desgracia, mis padres no fueron tan
comprensivos.
Frunzo el ceño. El señor Grey y la doctora Grace Trevelyan en actitud
reprobadora… soy incapaz de imaginarlo.
—No parece que te haya ido demasiado mal haberlo dejado. ¿Qué
asignaturas escogiste?
—Ciencias políticas y Economía.
Mmm… claro.
—¿Así que es rica? —murmuro.
—Era una esposa florero aburrida, Anastasia. Su marido era un magnate…
de la industria maderera. —Sonríe con aire desdeñoso—. No la dejaba trabajar. Ya
sabes, era muy controlador. Algunos hombres son así.
Me lanza una rápida sonrisa de soslayo.
—¿En serio? ¿Un hombre controlador? Yo creía que eso era una criatura
mítica. —No creo que mi tono pudiera ser más sarcástico.
La sonrisa de Christian se expande.
—¿El dinero que te prestó era de su marido?
Asiente, y en sus labios aparece una sonrisita maliciosa.
—Eso es horrible.
—Él también tenía sus líos —dice Christian misteriosamente, mientras
entra en el aparcamiento subterráneo del Escala.
Ah…
—¿Cuáles?
Christian mueve la cabeza, como si recordara algo especialmente amargo, y
aparca al lado del Audi Quattro SUV.
—Vamos. Franco no tardará.
* * *
En el ascensor, Christian me observa.
—¿Sigues enfadada conmigo? —pregunta con naturalidad.
—Mucho.
Asiente.
—Vale —dice, y mira al frente.
Cuando llegamos, Taylor nos está esperando en el vestíbulo. ¿Cómo
consigue anticiparse siempre? Coge mi maleta.
—¿Welch ha dicho algo? —pregunta Christian.
—Sí, señor.
—¿Y?
—Todo está arreglado.
—Excelente. ¿Cómo está tu hija?
—Está bien, gracias, señor.
—Bien. El peluquero vendrá a la una: Franco De Luca.
—Señorita Steele —me saluda Taylor haciendo un gesto con la cabeza.
—Hola, Taylor. ¿Tienes una hija?
—Sí, señora.
—¿Cuántos años tiene?
—Siete años.
Christian me mira con impaciencia.
—Vive con su madre —explica Taylor.
—Ah, entiendo.
Taylor me sonríe. Esto es algo inesperado. ¿Taylor es padre? Sigo a
Christian al gran salón, intrigada por la noticia.
Echo un vistazo alrededor. No había estado aquí desde que me marché.
—¿Tienes hambre?
Niego con la cabeza. Christian me observa un momento y decide no
discutir.
—Tengo que hacer unas llamadas. Ponte cómoda.
—De acuerdo.
Desaparece en su estudio, y me deja plantada en la inmensa galería de arte
que él considera su casa, preguntándome qué hacer.
¡Ropa! Cojo mi mochila, subo las escaleras hasta mi dormitorio y reviso el
vestidor. Sigue lleno de ropa: toda por estrenar y todavía con las etiquetas de los
precios. Tres vestidos largos de noche. Tres de cóctel, y tres más de diario. Todo esto
debe de haber costado una fortuna.
Miro la etiqueta de uno de los vestidos de noche: 2.998 dólares. Madre
mía. Me siento en el suelo.
Esta no soy yo. Me cojo la cabeza entre las manos e intento procesar todo
lo ocurrido en las últimas horas. Es agotador. ¿Por qué, ay, por qué me he enamorado
de alguien que está tan loco… guapísimo, terriblemente sexy, más rico que Creso, pero
que está como una cabra?
Saco la BlackBerry de la mochila y llamo a mi madre.
—¡Ana, cariño! Hace mucho que no sabía nada de ti. ¿Cómo estás, cielo?
—Oh, ya sabes…
—¿Qué pasa? ¿Sigue sin funcionar lo de Christian?
—Es complicado, mamá. Creo que está loco. Ese es el problema.
—Dímelo a mí. Hombres… a veces no hay quién les entienda. Bob está
pensando ahora si ha sido buena idea que nos hayamos mudado a Georgia.
—¿Qué?
—Sí, empieza a hablar de volver a Las Vegas.
Ah, hay alguien más que tiene problemas. No soy la única.
Christian aparece en el umbral.
—Estás aquí. Creí que te habías marchado.
Levanto la mano para indicarle que estoy al teléfono.
—Lo siento, mamá, tengo que colgar. Te volveré a llamar pronto.
—Muy bien, cariño… Cuídate. ¡Te quiero!
—Yo también te quiero, mamá.
Cuelgo y observo a Cincuenta, que tuerce el gesto, extrañamente incómodo.
—¿Por qué te escondes aquí? —pregunta.
—No me escondo. Me desespero.
—¿Te desesperas?
—Por todo esto, Christian.
Hago un gesto vago en dirección a toda esa ropa.
—¿Puedo pasar?
—Es tu vestidor.
Vuelve a poner mala cara y se sienta, con las piernas cruzadas, frente a mí.
—Solo son vestidos. Si no te gustan, los devolveré.
—Es muy complicado tratar contigo, ¿sabes?
Él parpadea y se rasca la barbilla… la barbilla sin afeitar. Mis dedos se
mueren por tocarla.
—Lo sé. Me estoy esforzando —murmura.
—Eres muy difícil.
—Tú también, señorita Steele.
—¿Por qué haces esto?
Abre mucho los ojos y reaparece esa mirada de cautela.
—Ya sabes por qué.
—No, no lo sé.
Se pasa una mano por el pelo.
—Eres una mujer frustrante.
—Podrías tener a una preciosa sumisa morena. Una que, si le pidieras que
saltara, te preguntaría: «¿Desde qué altura?», suponiendo, claro, que tuviera permiso
para hablar. Así que, ¿por qué yo, Christian? Simplemente no lo entiendo.
Me mira un momento, y no tengo ni idea de qué está pensando.
—Tú haces que mire el mundo de forma distinta, Anastasia. No me quieres
por mi dinero. Tú me das… esperanza —dice en voz baja.
¿Qué? El señor Críptico ha vuelto.
—¿Esperanza de qué?
Se encoge de hombros.
—De más. —Habla con voz queda y tranquila—. Y tienes razón: estoy
acostumbrado a que las mujeres hagan exactamente lo que yo digo, cuando yo lo digo, y
estrictamente lo que yo quiero que hagan. Eso pierde interés enseguida. Tú tienes algo,
Anastasia, que me atrae a un nivel profundo que no entiendo. Es como el canto de
sirena. No soy capaz de resistirme a ti y no quiero perderte. —Alarga la mano y toma
la mía—. No te vayas, por favor… Ten un poco de fe en mí y un poco de paciencia.
Por favor.
Parece tan vulnerable… Es perturbador. Me arrodillo, me inclino y le beso
suavemente en los labios.
—De acuerdo, fe y paciencia. Eso puedo soportarlo.
—Bien. Porque Franco ha llegado.
Franco es bajito, moreno y gay. Me encanta.
—¡Qué pelo tan bonito! —exclama con un acento italiano escandaloso y
probablemente falso.
Apuesto a que es de Baltimore o de un sitio parecido, pero su entusiasmo es
contagioso. Christian nos conduce a ambos a su cuarto de baño, sale a toda prisa y
vuelve a entrar con una silla de su habitación.
—Os dejo solos —masculla.
Grazie, señor Grey. —Franco se vuelve hacia mí—. Bene, Anastasia,
¿qué haremos contigo?
Christian está sentado en su sofá, revisando algo que parecen hojas de
cálculo con mucha concentración. Una melodiosa pieza de música clásica suena de
fondo en la habitación. Una mujer canta apasionadamente, vertiendo su alma en la
canción. Es desgarrador. Christian levanta la mirada y sonríe, distrayéndome de la
música.
—¡Ves! Te dije que le gustaría —comenta Franco, entusiasmado.
—Estás preciosa, Ana —dice Christian, visiblemente complacido.
—Mi trabajo aquí ya ha acabado —exclama Franco.
Christian se levanta y se acerca a nosotros.
—Gracias, Franco.
Franco se gira, me da un abrazo exagerado y me besa en ambas mejillas.
—¡No vuelvas a dejar que nadie más te corte el pelo, bellissima Ana!
Me echo a reír, ligeramente avergonzada por esa familiaridad. Christian le
acompaña a la puerta del vestíbulo y vuelve al cabo de un momento.
—Me alegro de que te lo hayas dejado largo —dice mientras avanza hacia
mí con una mirada centelleante.
Coge un mechón entre los dedos.
—Qué suave —murmura, y baja los ojos hacia mí—. ¿Sigues enfadada
conmigo?
Asiento y sonríe.
—¿Por qué estás enfadada, concretamente?
Pongo los ojos en blanco.
—¿Quieres una lista?
—¿Hay una lista?
—Una muy larga.
—¿Podemos hablarlo en la cama?
—No —digo con un mohín infantil.
—Durante el almuerzo, pues. Tengo hambre, y no solo de comida —añade
con una sonrisa lasciva.
—No voy a dejar que me encandiles con tu destreza sexual.
Él reprime una sonrisa.
—¿Qué te molesta concretamente, señorita Steele? Suéltalo.
Muy bien.
—¿Qué me molesta? Bueno, está tu flagrante invasión de mi vida privada,
el hecho de que me llevaras a un sitio donde trabaja tu ex amante y donde solías llevar
a todas tus amantes para que las depilaran, el que me cargaras a hombros en plena
calle como si tuviera seis años… y, por encima de todo, ¡que dejaras que tu señora
Robinson te tocara!
Mi voz ha ido subiendo en un crescendo.
Él levanta las cejas, y su buen humor desaparece.
—Menuda lista. Pero te lo aclararé una vez más: ella no es mi señora
Robinson.
—Ella puede tocarte —repito.
Tuerce los labios.
—Ella sabe dónde.
—¿Eso qué quiere decir?
Se pasa ambas manos por el pelo y cierra un segundo los ojos, como si
buscara algún tipo de consejo divino. Traga saliva.
—Tú y yo no tenemos ninguna norma. Yo nunca he tenido ninguna relación
sin normas, y nunca sé cuándo vas a tocarme. Eso me pone nervioso. Tus caricias son
completamente… —Se para, buscando las palabras—. Significan más… mucho más.
¿Más? Su respuesta es absolutamente inesperada, me deja perpleja, y esa
palabrita con un significado enorme queda suspendida entre los dos.
Mis caricias significan… más. Ay, Dios. ¿Cómo voy a resistirme si me dice
esas cosas? Sus ojos grises buscan los míos y me observan con aprensión.
Alargo la mano con cuidado y esa aprensión se convierte en alarma.
Christian da un paso atrás y yo bajo la mano.
—Límite infranqueable —murmura, con una expresión dolida y
aterrorizada.
No puedo evitar sentir una decepción aplastante.
—¿Cómo te sentirías tú si no pudieras tocarme?
—Destrozado y despojado —contesta inmediatamente.
Oh, mi Cincuenta Sombras. Sacudo la cabeza, le dedico una leve sonrisa
tranquilizadora y se relaja.
—Algún día tendrás que contarme exactamente por qué esto es un límite
infranqueable, por favor.
—Algún día —murmura, y se diría que en una milésima de segundo ha
superado su vulnerabilidad.
¿Cómo puede cambiar tan deprisa? Es la persona más voluble que conozco.
—Veamos el resto de tu lista… Invadir tu privacidad. —Al considerar este
tema, tuerce el gesto—. ¿Por qué sé tu número de cuenta?
—Sí, es indignante.
—Yo investigo el historial y los datos de todas mis sumisas. Te lo
enseñaré.
Da media vuelta y se dirige a su estudio.
Yo le sigo obediente, aturdida. De un archivador cerrado con llave, saca
una carpeta. Con una etiqueta impresa: ANASTASIA ROSE STEELE.
Madre mía. Le miro fijamente.
Él se encoge de hombros a modo de disculpa.
—Puedes quedártelo —dice tranquilamente.
—Bueno, vaya, gracias —replico.
Hojeo el contenido. Tiene una copia de mi certificado de nacimiento, por
Dios santo, mis límites infranqueables, el acuerdo de confidencialidad, el contrato —
Dios…—, mi número de la seguridad social, mi currículo, informes laborales…
—¿Así que sabías que trabajaba en Clayton’s?
—Sí.
—No fue una coincidencia. No pasabas por allí…
—No.
No sé si enfadarme o sentirme halagada.
—Esto es muy jodido. ¿Sabes?
—Yo no lo veo así. He de ser cuidadoso con lo que hago.
—Pero esto es privado.
—No hago un uso indebido de la información. Esto es algo que puede
conseguir cualquiera que esté medianamente interesado, Anastasia. Yo necesito
información para tener el control. Siempre he actuado así.
Me mira inescrutable, con cierta cautela.
—Sí haces un uso indebido de la información. Ingresaste en mi cuenta
veinticuatro mil dólares que yo no quería.
Sus labios se convierten en una fina línea.
—Ya te lo dije. Es lo que Taylor consiguió por tu coche. Increíble, ya lo sé,
pero así es.
—Pero el Audi…
—Anastasia, ¿tienes idea del dinero que gano?
Me ruborizo.
—¿Por qué debería saberlo? No tengo por qué saber las cifras de tu cuenta
bancaria, Christian.
Su mirada se dulcifica.
—Lo sé. Esa es una de las cosas que adoro de ti.
Me lo quedo mirando, sorprendida. ¿Que adora de mí?
—Anastasia, yo gano unos cien mil dólares a la hora.
Abro la boca. Eso es una cantidad de dinero obscena.
—Veinticuatro mil dólares no es nada. El coche, los libros de Tess, la
ropa, no son nada.
Su tono es dulce.
Le observo. Realmente no tiene ni idea. Es extraordinario.
—Si fueras yo, ¿cómo te sentirías si te obsequiaran con toda esta…
generosidad?
Me mira inexpresivo y ahí está, en pocas palabras, la raíz de su problema:
empatía o carencia de la misma. Entre nosotros se hace el silencio.
Al final, se encoge de hombros.
—No sé —dice, y parece sinceramente perplejo.
Se me encoge el corazón. Este es, seguramente, el quid de sus cincuenta
sombras: no puede ponerse en mi lugar. Bien, ahora lo sé.
—Pues no es agradable. Quiero decir… que eres muy generoso, pero me
incomoda. Ya te lo he dicho muchas veces.
Suspira.
—Yo quiero darte el mundo entero, Anastasia.
—Yo solo te quiero a ti, Christian. Lo demás me sobra.
—Es parte del trato. Parte de lo que soy.
Ah, esto no va a ninguna parte.
—¿Comemos? —pregunto.
La tensión entre los dos es agotadora.
Tuerce el gesto.
—Claro.
—Cocino yo.
—Bien. Si no, hay comida en la nevera.
—¿La señora Jones libra los fines de semana? ¿O sea que la mayoría de los
fines de semana comes platos fríos?
—No.
—¿Ah, no?
Suspira.
—Mis sumisas cocinan, Anastasia.
—Ah, claro. —Me sonrojo. ¿Cómo puedo ser tan tonta? Le sonrío con
dulzura—. ¿Qué le gustaría comer al señor?
—Lo que la señora encuentre —dice con malicia.
Inspecciono el impresionante contenido del frigorífico. Me decido por una
tortilla española. Incluso hay patatas congeladas, perfecto. Es rápido y fácil. Christian
sigue en su estudio, sin duda invadiendo la privacidad de algún pobre e ingenuo idiota
y recopilando información. La idea es desagradable y me deja mal sabor de boca. La
cabeza me da vueltas. Realmente no tiene límites.
Si voy a cocinar necesito música, ¡y voy a cocinar de forma insumisa! Me
acerco al equipo que hay junto a la chimenea y cojo el iPod de Christian. Apuesto a
que aquí hay más temas seleccionados por Leila, y me da terror pensarlo.
¿Dónde estará ella?, me pregunto. ¿Qué quiere?
Me estremezco. Menudo legado, no me cabe en la cabeza.
Repaso la larga lista. Quiero algo animado. Mmm. Beyoncé… no parece
muy del gusto de Christian. «Crazy in Love.» ¡Oh, sí! Muy apropiado. Aprieto el botón
y subo el volumen.
Vuelvo dando pasitos de baile hasta la cocina, encuentro un bol, abro la
nevera y saco los huevos. Los casco y empiezo a batir, sin parar de bailar.
Vuelvo a repasar el contenido del frigorífico, cojo patatas, jamón y —¡sí!
— guisantes del congelador. Todo esto irá bien. Localizo una sartén, la pongo sobre el
fuego, añado un poco de aceite de oliva y vuelvo a batir.
Empatía cero, medito. ¿Eso solo le pasa a Christian? Quizá todos los
hombres sean así, y a todos les desconcierten las mujeres. No lo sé. Puede que no sea
una revelación tan importante.
Ojalá Kate estuviera en casa; ella lo sabría. Lleva demasiado tiempo en
Barbados. Debería estar de vuelta el fin de semana próximo, después de esas
vacaciones extra con Elliot. Me pregunto si seguirán sintiendo la misma atracción
sexual mutua.
«Una de las cosas que adoro de ti.»
Dejo de batir. Lo dijo. ¿Quiere decir eso que hay otras cosas? Sonrío por
primera vez desde que vi a la señora Robinson… una sonrisa genuina, de corazón, de
oreja a oreja.
Christian me rodea con sus brazos sigilosamente y doy un respingo.
—Interesante elección musical —ronronea, y me besa detrás de la oreja—.
Qué bien huele tu pelo.
Hunde la nariz e inspira profundamente.
El deseo se desata en mi vientre. No. Rechazo su abrazo.
—Sigo enfadada.
Frunce el ceño.
—¿Cuánto más va a durar esto? —pregunta, pasándose una mano por el
pelo.
Me encojo de hombros.
—Por lo menos hasta que comamos.
Un gesto risueño se dibuja en su boca. Se da la vuelta, coge el mando de la
encimera y apaga la música.
—¿Pusiste tú eso en tu iPod? —pregunto.
Niega con la cabeza, con expresión lúgubre, y entonces sé que fue ella: la
Chica Fantasma.
—¿No crees que en aquel momento intentaba decirte algo?
—Bueno, visto a posteriori, probablemente —dice en tono inexpresivo.
Lo cual demuestra mi teoría: empatía cero. Mi subconsciente cruza los
brazos y chasquea los labios con gesto de disgusto.
—¿Por qué la tienes todavía?
—Me gusta bastante la canción. Pero si te incomoda la borro.
—No, no pasa nada. Me gusta cocinar con música.
—¿Qué te gustaría oír?
—Sorpréndeme.
Sonríe satisfecho y se dirige hacia el iPod mientras yo continúo batiendo.
Al cabo de un momento la voz dulce, celestial y conmovedora de Nina
Simone inunda el salón. Es una de las preferidas de Ray: «I Put a Spell on You». Te he
lanzado un hechizo…
Me ruborizo y me vuelvo a mirar a Christian. ¿Qué intenta decirme? Él me
lanzó un hechizo hace mucho tiempo. Oh, Dios… su mirada ha cambiado, la levedad
del momento ha desaparecido, sus ojos son más oscuros, más intensos.
Le miro, embelesada, mientras despacio, como el depredador que es, me
acecha al ritmo de la lenta y sensual cadencia de la música. Va descalzo, solo lleva una
camisa blanca por fuera de los vaqueros, y tiene una actitud provocativa.
Nina canta «Tú eres mío» mientras él se pone a mi lado, con intenciones
claras.
—Christian, por favor —susurro, con el batidor ya inútil en mi mano.
—¿Por favor qué?
—No hagas eso.
—¿Hacer qué?
—Esto.
Se planta frente a mí y baja la vista para mirarme.
—¿Estás segura?
Exhala y alarga la mano, me coge el batidor y lo vuelve a dejar en el bol
con los huevos. Mi corazón da un vuelco. No quiero esto… Sí quiero esto…
desesperadamente.
Resulta tan frustrante. Es tan atractivo y deseable… Aparto la mirada de su
embrujador aspecto.
—Te deseo, Anastasia —musita—. Lo adoro y lo odio, y adoro discutir
contigo. Esto es muy nuevo para mí. Necesito saber que estamos bien. Solo sé hacerlo
de esta forma.
—Mis sentimientos por ti no han cambiado —murmuro.
Su proximidad es irresistible, excitante. Esa atracción familiar está ahí,
todas mis terminaciones nerviosas me empujan hacia él, la diosa que llevo dentro se
siente de lo más libidinosa. Contemplo la sombra del vello asomando por su camisa y
me muerdo el labio, indefensa, dominada por el deseo… quiero saborearle, justo ahí.
Está muy cerca, pero no me toca. Su ardor calienta mi piel.
—No voy a tocarte hasta que me digas que sí, que lo haga —murmura—.
Pero ahora mismo, después de una mañana realmente espantosa, quiero hundirme en ti
y olvidarme de todo excepto de nosotros.
Oh… Nosotros. Una combinación mágica, un pequeño y potente pronombre
que zanja el asunto. Levanto la cabeza para contemplar su hermoso aunque grave
semblante.
—Voy a tocarte la cara —suspiro.
Y veo la sorpresa reflejada brevemente en sus ojos antes de percibir que lo
acepta.
Levanto la mano, le acaricio la mejilla, y paso los dedos por su barba
incipiente. Él cierra los ojos, suspira y acerca la cara a mi caricia.
Se inclina despacio, y automáticamente mis labios ascienden para unirse a
los suyos. Se cierne sobre mí.
—Sí o no, Anastasia.
—Sí.
Su boca se cierra suavemente sobre la mía, logra separar mis labios
mientras sus brazos me rodean y me atrae hacia sí. Me pasa la mano por la espalda,
enreda los dedos en el cabello de mi nuca y tira con delicadeza, mientras pone la otra
mano sobre mi trasero y me aprieta contra él. Yo gimo bajito.
—Señor Grey.
Taylor tose y Christian me suelta inmediatamente.
—Taylor —dice con voz gélida.
Me doy la vuelta y veo a Taylor, incómodo, de pie en el umbral. Christian y
Taylor se miran y se comunican de algún modo, sin palabras.
—En mi estudio —espeta Christian.
Y Taylor cruza con brío el salón.
—Lo dejaremos para otro momento —me susurra Christian, antes de salir
detrás de Taylor.
Yo respiro profundamente para tranquilizarme. ¿Es que no soy capaz de
resistirme a él ni un minuto? Sacudo la cabeza, indignada conmigo misma,
agradeciendo la interrupción de Taylor, y me avergüenza pensarlo.
Me pregunto qué haría Taylor para interrumpir en el pasado. ¿Qué habrá
visto? No quiero pensar en eso. Comida. Haré la comida. Me dedico a cortar las
patatas. ¿Qué querría Taylor? Mi mente se acelera… ¿tendrá que ver con Leila?
Diez minutos después, reaparecen, justo cuando la tortilla está lista.
Christian me mira; parece preocupado.
—Les informaré en diez minutos —le dice a Taylor.
—Estaremos listos —contesta Taylor, y sale de la estancia.
Yo saco dos platos calientes y los coloco sobre la encimera de la isla de la
cocina.
—¿Comemos?
—Por favor —dice Christian, y se sienta en uno de los taburetes de la
barra.
Ahora me observa detenidamente.
—¿Problemas?
—No.
Tuerzo el gesto. No va a contármelo. Sirvo la comida y me siento a su lado,
resignada a seguir sin saberlo.
Christian da un mordisco y dice, complacido:
—Está muy buena. ¿Te apetece una copa de vino?
—No, gracias.
He de mantener la cabeza clara contigo, Grey.
La tortilla sabe bien, pero no tengo mucha hambre. Sin embargo, como,
sabiendo que si no Christian me dará la lata. Al final él interrumpe nuestro silencio
reflexivo y pone la pieza clásica que oí antes.
—¿Qué es? —pregunto.
—Canteloube, Canciones de la Auvernia. Esta se llama «Bailero».
—Es preciosa. ¿Qué idioma es?
—Francés antiguo; occitano, de hecho.
—Tú hablas francés. ¿Entiendes lo que dice?
Recuerdo el francés perfecto que habló durante la cena con sus padres…
—Algunas palabras, sí. —Christian sonríe, visiblemente relajado—. Mi
madre tenía un mantra: «un instrumento musical, un idioma extranjero, un arte marcial».
Elliot habla español; Mia y yo, francés, Elliot toca la guitarra, yo el piano, y Mia el
violonchelo.
—Uau. ¿Y las artes marciales?
—Elliot hace yudo. Mia se plantó a los doce años y se negó.
Sonríe al recordarlo.
—Ojalá mi madre hubiera sido tan organizada.
—La doctora Grace es formidable en lo que se refiere a los logros de sus
hijos.
—Debe de estar muy orgullosa de ti. Yo lo estaría.
En la cara de Christian aparece un destello sombrío, y parece
momentáneamente incómodo. Me mira receloso, como si estuviera en un territorio
ignoto.
—¿Has decidido qué te pondrás esta noche? ¿O he de escoger yo algo por
ti? —dice en un tono repentinamente brusco.
¡Uf! Parece enfadado. ¿Por qué? ¿Qué he dicho?
—Eh… aún no. ¿Tú escogiste toda esa ropa?
—No, Anastasia, no. Le di una lista y tu talla a una asesora personal de
compras de Neiman Marcus. Debería quedarte bien. Para tu información, he contratado
seguridad adicional para esta noche y los próximos días. Leila anda deambulando por
las calles de Seattle y es impredecible, así que lo más sensato es ser precavido. No
quiero que salgas sola. ¿De acuerdo?
Pestañeo.
—De acuerdo.
¿Qué ha pasado con lo de «Tengo que poseerte ahora», Grey?
—Bien. Voy a informarles. No tardaré mucho.
—¿Están aquí?
—Sí.
¿Dónde?
Recoge su plato, lo deja en el fregadero y sale de la estancia. ¿De qué
demonios ha ido todo eso? Es como si hubiera varias personas distintas en un mismo
cuerpo. ¿No es eso un síntoma de esquizofrenia? Tengo que buscarlo en Google.
Recojo mi plato, lo lavo rápidamente, y vuelvo a mi dormitorio llevando
conmigo el dossier ANASTASIA ROSE STEELE. Entro en el vestidor y saco los tres
vestidos largos de noche. A ver… ¿cuál?
Tumbada en la cama, contemplo mi Mac, mi iPad y mi BlackBerry. Estoy
abrumada con tanta tecnología. Empiezo a transferir la lista de temas de Christian del
iPad al Mac, luego abro Google para navegar por la red.
Estoy echada sobre la cama enfrascada en la pantalla del Mac cuando entra
Christian.
—¿Qué estás haciendo? —inquiere con dulzura.
Paso un momento de pánico, preguntándome si debo dejarle ver la web que
estoy consultando: «Trastorno de personalidad múltiple: los síntomas».
Se tumba a mi lado y echa un vistazo a la página, divertido.
—¿Esta web es por algún motivo? —pregunta en tono despreocupado.
El brusco Christian ha desaparecido; el juguetón Christian ha vuelto.
¿Cómo voy a seguir este ritmo?
—Investigo. Sobre una personalidad difícil.
Le dedico mi mirada más inexpresiva.
Tuerce el labio reprimiendo una sonrisa.
—¿Una personalidad difícil?
—Mi proyecto favorito.
—¿Ahora soy un proyecto? Una actividad suplementaria. Un experimento
científico, quizá. Y yo que creía que lo era todo. Señorita Steele, está hiriendo mis
sentimientos.
—¿Cómo sabes que eres tú?
—Mera suposición.
—Es verdad que tú eres el único jodido y volátil controlador obsesivo que
conozco íntimamente.
—Creía que era la única persona que conocías íntimamente —dice
arqueando una ceja.
Me ruborizo.
—Sí, eso también.
—¿Has llegado ya a alguna conclusión?
Me giro y le miro. Está tumbado de lado junto a mí, con la cabeza apoyada
en el codo y con una expresión tierna, alegre.
—Creo que necesitas terapia intensiva.
Alarga la mano y me recoge cariñosamente un mechón de pelo detrás de la
oreja.
—Yo creo que te necesito a ti. Aquí.
Me entrega una barra de pintalabios.
Yo frunzo el ceño, perpleja. Es un rojo fulana, no es mi color en absoluto.
—¿Quieres que me ponga esto? —grito.
Se echa a reír.
—No, Anastasia, si no quieres, no. No creo que te vaya este color —añade
con sequedad.
Se sienta en la cama con las piernas cruzadas y se quita la camisa. Oh,
Dios…
—Me gusta tu idea de un mapa de ruta.
Le miro desconcertada. ¿Mapa de ruta?
—De zonas restringidas —dice a modo de explicación.
—Oh. Lo dije en broma.
—Yo lo digo en serio.
—¿Quieres que te las dibuje, con carmín?
—Luego se limpia. Al final.
Eso significa que puedo tocarle donde quiera. Una sonrisita maravillada
asoma en mis labios.
—¿Y con algo más permanente, como un rotulador?
—Podría hacerme un tatuaje.
Hay una chispa de ironía en sus ojos.
¿Christian Grey con un tatuaje? ¿Estropear su precioso cuerpo que ya tiene
tantas marcas? ¡Ni hablar!
—¡Nada de tatuajes! —digo riendo, para disimular mi horror.
—Pintalabios, pues.
Sonríe.
Apago el Mac, lo dejo a un lado. Esto puede ser divertido.
—Ven. —Me tiende la mano—. Siéntate encima de mí.
Me quito los zapatos, me siento y me arrastro hacia él. Christian se tumba
en la cama, pero mantiene las rodillas dobladas.
—Apóyate en mis piernas.
Me siento encima de él a horcajadas, como me ha dicho. Tiene los ojos muy
abiertos y cautos. Pero también divertidos.
—Pareces… entusiasmada con esto —comenta con ironía.
—Siempre me encanta obtener información, señor Grey, y más si eso
significa que podrás relajarte, porque yo ya sabré dónde están los límites.
Menea la cabeza, como si no pudiera creer que está a punto de dejarme
dibujar por todo su cuerpo.
—Destapa el pintalabios —ordena.
Oh, está en plan supermandón, pero no me importa.
—Dame la mano.
Yo le doy la otra mano.
—La del pintalabios —dice poniendo los ojos en blanco.
—¿Vas a ponerme esa cara?
—Sí.
—Eres muy maleducado, señor Grey. Yo sé de alguien que se pone muy
violento cuando le hacen eso.
—¿Ah, sí? —replica irónico.
Le doy la mano con el pintalabios, y de repente se incorpora y estamos
frente a frente.
—¿Preparada? —pregunta con un murmullo quedo y ronco, que tensa y
comprime todas mis entrañas.
Oh, Dios.
—Sí —musito.
Su proximidad es seductora, su cuerpo torneado tan cerca, ese aroma
Christian mezclado con mi gel. Conduce mi mano hasta la curva de su hombro.
—Aprieta —susurra.
Me lleva desde el contorno de su hombro, alrededor del hueco del brazo y
después hacia un lado de su torso, y a mí se me seca la boca. El pintalabios deja a su
paso una franja ancha, de un rojo intenso. Christian se detiene bajo sus costillas y me
conduce por encima del estómago. Se tensa y me mira a los ojos, aparentemente
impasible, pero, bajo esa expresión pretendidamente neutra, detecto autocontrol.
Contiene su aversión, aprieta la mandíbula, y aparece tensión alrededor de
sus ojos. En mitad del estómago murmura:
—Y sube por el otro lado.
Y me suelta la mano.
Yo copio la línea que he trazado sobre su costado izquierdo. La confianza
que me está dando es embriagadora, pero la atempera el hecho de que llevo la cuenta
de su dolor. Siete pequeñas marcas blancas y redondas salpican su torso, y es
profundamente mortificador contemplar esa diabólica y odiosa profanación de su
maravilloso cuerpo. ¿Quién le haría eso a un niño?
—Bueno, ya estoy —murmuro, reprimiendo la emoción.
—No, no estás —replica, y dibuja una línea con el dedo índice alrededor
de la base de su cuello.
Yo resigo la línea del dedo con una franja escarlata. Al acabar, miro la
inmensidad gris de sus ojos.
—Ahora la espalda —susurra.
Se remueve, de manera que he de bajarme de él, luego se da la vuelta y se
sienta en la cama con las piernas cruzadas, de espaldas a mí.
—Sigue la línea desde mi pecho, y da toda la vuelta hasta el otro lado —
dice con voz baja y ronca.
Hago lo que dice hasta que una línea púrpura divide su espalda por la
mitad, y al hacerlo cuento más cicatrices que mancillan su precioso cuerpo. Nueve en
total.
Santo cielo. Tengo que reprimir un abrumador impulso de besar cada una
de ellas, y evitar que el llanto inunde mis ojos. ¿Qué clase de animal haría esto?
Mientras completo el circuito alrededor de su espalda, él mantiene la cabeza gacha y el
cuerpo rígido.
—¿Alrededor del cuello también? —musito.
Asiente, y dibujo otra franja que converge con la primera que le rodea la
base del cuello, por debajo del pelo.
—Ya está —susurro, y parece que lleve un peculiar chaleco de color piel
con un ribete de rojo fulana.
Baja los hombros y se relaja, y se da la vuelta para mirarme otra vez.
—Estos son los límites —dice en voz baja.
Las pupilas de sus ojos oscuros se dilatan… ¿de miedo? ¿De lujuria? Yo
quiero caer en sus brazos, pero me reprimo y le miro asombrada.
—Me parece muy bien. Ahora mismo quiero lanzarme en tus brazos —
susurro.
Me sonríe con malicia y levanta las manos en un gesto de consentimiento.
—Bien, señorita Steele, soy todo tuyo.
Yo grito con placer infantil, me arrojo a sus brazos y le tumbo en la cama.
Se gira y suelta una carcajada juvenil llena de alivio, ahora que la pesadilla ha
terminado. Y, sin saber cómo, acabo debajo de él.
—Y ahora, lo que habíamos dejado para otro momento… —murmura, y su
boca reclama la mía una vez más.
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3 comentarios:

  1. Me hirvio la sangre cuando Ana vio a la señora Robinson, yo la agarraba a golpes :-(

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  2. es un hombre con sorpresas pero muy seguro de lo que quiere me encanta !!!!!!!!!


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  3. es un hombre con sorpresas pero muy seguro de lo que quiere me encanta !!!!!!!!!


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