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50 Sombras liberadas: Capitulo 11


Ah, ¿me has estado esperando? —le pregunto en un susurro. La boca se me seca aún más y el corazón
amenaza con salírseme del pecho. ¿Por qué va vestido así? ¿Qué significa? ¿Sigue enfadado?
—Sí. —Su voz es muy suave y sonríe mientras se acerca a mí.
Está muy guapo, con los vaqueros colgándole de las caderas de esa forma… Oh, no, no me voy a dejar
distraer. Intento averiguar cuál es su estado de ánimo mientras se acerca. ¿Enfadado? ¿Juguetón? ¿Lujurioso?
¡Ah! Es imposible saberlo.
—Me gustan tus vaqueros —le digo.
Me dedica esa sonrisa depredadora que me desarma pero no le alcanza los ojos. Mierda, sigue enfadado.
Lleva esa ropa para distraerme. Se queda parado delante de mí y noto su intensidad abrasadora. Me mira con
los ojos muy abiertos pero impenetrables. Su mirada, fija en la mía, arde. Trago saliva.
—Creo que tiene algún problema, señora Grey —me dice con voz sedosa y saca algo del bolsillo de atrás
de los vaqueros. No puedo apartar mis ojos de los suyos pero oigo que desdobla un papel. Me lo muestra; le
echo un vistazo rápido y reconozco mi correo. Vuelvo a mirarle y sus ojos sueltan chispas de furia.
—Sí, tengo algunos problemas —susurro casi sin aliento. Necesito distancia si vamos a hablar de esto.
Pero antes de que pueda apartarme, él se inclina y me acaricia la nariz con la suya. Sin darme cuenta cierro
los ojos, agradeciendo ese inesperado contacto tan tierno.
—Yo también —dice contra mi piel y yo abro los ojos al oírle decir eso. Se aparta, vuelve a erguirse y de
nuevo me mira con intensidad.
—Creo que conozco bien tus problemas, Christian. —Hay ironía en mi voz y él entorna los ojos para
ocultar la diversión que ha aparecido en ellos momentáneamente.
¿Vamos a pelear? Doy un paso atrás para prepararme. Tengo que establecer una distancia física con él: con
su olor, su mirada y su cuerpo que me distrae con esos vaqueros. Frunce el ceño y se aparta.
—¿Por qué volviste de Nueva York? —le pregunto directamente. Acabemos con esto cuando antes.
—Ya sabes por qué. —Su tono es de clara advertencia.
—¿Porque salí con Kate?
—Porque no cumpliste tu palabra y me desafiaste, exponiéndote a un riesgo innecesario.
—¿Que no cumplí mi palabra? ¿Así es como lo ves? —exclamo ignorando el resto de la frase.
—Sí.
Madre mía. Hablando de reacciones exageradas… Empiezo a poner los ojos en blanco pero paro al ver que
me mira con el ceño fruncido.
—Christian, cambié de idea —le explico lentamente, con paciencia, como si fuera un niño—. Soy una
mujer. Es muy normal en las mujeres cambiar de opinión. Lo hacemos constantemente.
Parpadea como si no comprendiera lo que acabo de decir.
—Si se me hubiera ocurrido que ibas a cancelar tu viaje por eso… —Me faltan las palabras y me doy
cuenta de que no sé qué decir. Me veo por un momento volviendo a la discusión sobre los votos. No he
prometido obedecerte, estoy a punto de decir, pero me muerdo la lengua porque en el fondo me alegro de que
haya regresado. A pesar de su enfado, me alegro de que esté de vuelta sano y salvo; enfadado y echando
chispas, pero aquí delante de mí.
—¿Cambiaste de idea? —No puede ocultar su desdén y su incredulidad.
—Sí.
—¿Y no me llamaste para decírmelo? —Se me queda mirando, todavía incrédulo, antes de continuar—. Y
lo que es peor, dejaste al equipo de seguridad corto de efectivos en la casa y pusiste en peligro a Ryan.
Oh. No se me había ocurrido.
—Debería haberte llamado, pero no quería preocuparte. Si te hubiera llamado, me lo habrías prohibido, y
echaba de menos a Kate. Quería salir con ella. Además, eso hizo que estuviera fuera del piso cuando vino
Jack. Ryan no debería haberle dejado entrar. —Es todo tan confuso… Si Ryan no le hubiera permitido entrar,
Jack seguiría por ahí.
Los ojos de Christian brillan salvajemente. Los cierra un momento y su cara se tensa por el dolor. Oh, no.
Niega con la cabeza y antes de que me dé cuenta me está abrazando, apretándome contra él.
—Oh, Ana —susurra mientras me aprieta aún más, hasta que casi no puedo respirar—. Si te hubiera
pasado algo… —Su voz es apenas un susurro.
—No me ha ocurrido nada —consigo decir.
—Pero podría haber ocurrido. Lo he pasado fatal hoy, todo el día pensando en lo que podría haber pasado.
Estaba tan furioso, Ana. Furioso contigo, conmigo, con todo el mundo. No recuerdo haber estado nunca tan
enfadado, excepto… —Deja de hablar.
—¿Excepto cuándo? —le animo a continuar.
—Una vez en tu antiguo apartamento. Cuando estaba allí Leila.
Oh, no quiero recordar eso.
—Has estado tan frío esta mañana… —le digo y la voz se me quiebra en la última palabra al recordar lo
mal que me he sentido por su rechazo en la ducha. Deja de abrazarme y sube las manos hasta mi nuca. Yo
inspiro hondo mientras me echa atrás la cabeza.
—No sé cómo gestionar toda esta ira. Creo que no quiero hacerte daño —dice con los ojos muy abiertos y
cautos—. Esta mañana quería castigarte con saña y… —No encuentra las palabras o le da demasiado miedo
decirlas.
—¿Te preocupaba hacerme daño? —termino la frase por él. No he creído ni un segundo que él pudiera
hacerme daño, pero me siento aliviada de todas formas; una pequeña y despiadada parte de mí temía que su
rechazo hubiera sido porque ya no me quería.
—No me fiaba de mí mismo —confiesa.
—Christian, sé que no eres capaz de hacerme daño. Ni físicamente ni de ninguna forma. —Le cojo la
cabeza entre las manos.
—¿Lo sabes? —me pregunta y oigo escepticismo en su voz.
—Sí, sé que lo que dijiste era una amenaza vacía. Sé que no quieres azotarme hasta que no lo pueda
soportar.
—Sí que quería.
—Realmente no. Creías que querías.
—No sé si eso es así —murmura.
—Piénsalo —le digo abrazándole otra vez y acariciándole el pecho con la nariz por encima de la camiseta
negra—. Piensa en cómo te sentiste cuando me fui. Me has dicho muchas veces cómo te dejó eso, cómo
alteró tu forma de ver el mundo y a mí. Sé a lo que has renunciado por mí. Piensa cómo te sentiste al ver las
marcas de las esposas durante la luna de miel.
Su cuerpo se tensa y sé que está procesando la información. Aprieto el abrazo con las manos en su espalda
y siento los músculos tensos y tonificados bajo la camiseta. Se va relajando gradualmente.
¿Eso era lo que le estaba preocupando? ¿Que fuera capaz de hacerme daño? ¿Por qué tengo yo más fe en
él que él mismo? No lo entiendo. No hay duda de que hemos avanzado. Normalmente es tan fuerte, tan
dueño del control… pero sin él está perdido. Oh, Cincuenta, Cincuenta, Cincuenta… Lo siento. Me da un
beso en el pelo y yo levanto la cara. Sus labios se encuentran con los míos y me buscan, me dan y se llevan,
me suplican… pero no sé el qué. Quiero seguir sintiendo su boca sobre la mía y le devuelvo el beso
apasionadamente.
—Tienes mucha fe en mí —murmura cuando se separa.
—Sí que la tengo. —Me acaricia la cara con el dorso de los nudillos y la yema del pulgar, mirándome
intensamente a los ojos. La furia ha desaparecido. Mi Cincuenta ha vuelto de donde estaba. Me alegro de
verle. Le miro y le sonrío con timidez.
—Además —le susurro—, no tienes los papeles.
Se queda con la boca abierta por el asombro, divertido, y me aprieta contra su pecho otra vez.
—Tienes razón. —Ríe.
Estamos de pie en medio del salón, abrazados.
—Vamos a la cama —me pide tras no sé cuánto tiempo.
Oh, madre mía…
—Christian, tenemos que hablar.
—Después —dice.
—Christian, por favor. Habla conmigo.
Suspira.
—¿De qué?
—Ya sabes. De no contarme las cosas.
—Quiero protegerte.
—No soy una niña.
—Soy perfectamente consciente de eso, señora Grey. —Me acaricia el cuerpo con una mano y al final la
deja apoyada sobre mi culo. Mueve las caderas y su erección creciente se aprieta contra mí.
—¡Christian! —le regaño—. Que me lo cuentes.
Vuelve a suspirar, exasperado.
—¿Qué quieres saber? —pregunta resignado y me suelta. No me gusta eso; que me hable no quiere decir
que tenga que soltarme. Me coge la mano y se agacha para recoger mi correo del suelo.
—Muchas cosas —digo mientras dejo que me lleve hasta el sofá.
—Siéntate —me ordena. Hay cosas que no cambian, me digo, pero hago lo que me pide. Christian se
sienta a mi lado, se inclina hacia delante y apoya la cabeza en las manos.
Oh, no. ¿Esto es demasiado duro para él? Pero entonces se incorpora, se pasa las dos manos por el pelo y
se vuelve hacia mí expectante y aceptando su destino.
—Pregunta —me dice directamente.
Oh. Bueno, esto va a ser más fácil de lo que creía.
—¿Por qué le has puesto seguridad adicional a tu familia?
—Hyde también era una amenaza para ellos.
—¿Cómo lo sabes?
—Por su ordenador. Tenía detalles personales míos y del resto de mi familia. Sobre todo de Carrick.
—¿Carrick? ¿Y por qué?
—Todavía no lo sé. Vámonos a la cama.
—¡Christian, dímelo!
—¿Que te diga qué?
—Eres tan… irritante.
—Y tú también. —Me mira fijamente.
—No aumentaste la seguridad cuando descubriste la información sobre tu familia en el ordenador. ¿Qué
pasó para que lo hicieras? ¿Por qué aumentarla ahora y no antes?
Christian entorna los ojos.
—No sabía que iba a intentar quemar mi edificio ni que… —Se detiene—. Creíamos que no era más que
una obsesión desagradable. Ya sabes —dice encogiéndose de hombros—, cuando estás expuesto a los ojos
de la gente, la gente se interesa por ti. Eran cosas sueltas: noticias de cuando estaba en Harvard sobre el
equipo de remo o de mi carrera. Informes sobre Carrick, siguiendo su carrera y la de mi madre, y también
cosas de Elliot y de Mia.
Qué raro…
—Has dicho «ni que»… —le interrogo.
—¿«Ni que» qué?
—Has dicho que no sabías que iba a intentar quemar tu edificio ni que…, como si tuvieras intención de
añadir algo más.
—¿Tienes hambre?
¿Qué? Le miro con el ceño fruncido y mi estómago protesta.
—¿Has comido algo hoy? —me pregunta con voz dura y ojos gélidos.
El rubor de mis mejillas me traiciona.
—Me lo temía. Ya sabes lo que pienso de que no comas. Ven —me dice a la vez que se pone de pie y me
tiende la mano—. Yo te daré de comer. —Y su tono cambia de nuevo. Ahora está lleno de una promesa
sensual.
—¿Darme de comer? —le pregunto. Todo lo que hay por debajo de mi ombligo se acaba de convertir en
líquido. Maldita sea. Es la típica distracción para que dejemos el tema. ¿Eso es todo? ¿Eso es todo lo que voy
a sacarle por ahora? Me lleva hasta la cocina, coge un taburete y se encamina al otro lado de la isla de la
cocina.
—Siéntate —me ordena.
—¿Dónde está la señora Jones? —pregunto mientras me encaramo al taburete notando su ausencia por
primera vez.
—Les he dado a Taylor y a ella la noche libre.
Oh.
—¿Por qué?
Me mira durante un segundo y vuelve a su tono de diversión arrogante.
—Porque puedo.
—¿Y vas a cocinar tú? —Se percibe claramente la incredulidad en mi voz.
—Oh, mujer de poca fe… Cierra los ojos.
Uau… Yo pensé que íbamos a tener una pelea de mil demonios, y aquí estamos, jugando en la cocina.
—Que los cierres —insiste.
Primero pongo los ojos en blanco y después obedezco.
—Mmm… No es suficiente —dice.
Abro un ojo y le veo sacar un pañuelo de seda color ciruela del bolsillo de atrás de sus vaqueros. Hace
juego con mi vestido. Demonios… Le miro extrañada. ¿Cuándo lo ha cogido?
—Ciérralos —me ordena de nuevo—. No vale hacer trampas.
—¿Me vas a tapar los ojos? —pregunto perpleja. De repente estoy sin aliento.
—Sí.
—Christian… —Me coloca un dedo sobre los labios para silenciarme.
¡Quiero hablar!
—Hablaremos luego. Ahora quiero que comas algo. Has dicho que tenías hambre. —Me da un beso breve
en los labios. Noto la suave seda del pañuelo contra los párpados mientras me lo anuda con fuerza en la parte
de atrás de la cabeza—. ¿Ves algo? —pregunta.
—No —digo poniendo los ojos en blanco (figurativamente).
Se ríe.
—Siempre sé cuando estás poniendo los ojos en blanco… y ya sabes cómo me hace sentir eso.
Frunzo los labios.
—¿Podemos acabar con esto cuanto antes, por favor? —le respondo.
—Qué impaciente, señora Grey. Tiene muchas ganas de hablar. —Su tono es juguetón.
—¡Sí!
—Primero te voy a dar de comer —sentencia y me roza la sien con los labios, lo que me calma
instantáneamente.
Vale, lo haremos a tu manera. Me resigno a mi destino y escucho los movimientos que Christian hace por
la cocina. Abre la puerta de la nevera y coloca varios platos sobre la encimera que hay detrás de mí. Camina
hasta el microondas, mete algo dentro y lo enciende. Me pica la curiosidad. Oigo que baja la palanca de la
tostadora, que gira la rueda y el suave tictac del temporizador. Mmm… ¿Tostadas?
—Sí, tengo muchas ganas de hablar —digo distraída. Una mezcla de aromas exóticos y especiados llena la
cocina y yo me revuelvo en el asiento.
—Quieta, Anastasia. —Está cerca otra vez—. Quiero que te portes bien… —me susurra.
Oh, madre mía.
—Y no te muerdas el labio. —Christian me tira suavemente del labio inferior para liberarlo de mis dientes
y no puedo evitar una sonrisa.
Después oigo el ruido seco del corcho de una botella y el sonido del vino al verterlo en una copa. Luego
hay un momento de silencio al que le sigue un suave clic y el siseo de la estática de los altavoces envolventes
cuando cobran vida. El tañido alto de una guitarra marca el comienzo de una canción que no conozco.
Christian baja el volumen hasta convertirlo solo en música de fondo. Un hombre empieza a cantar en voz
baja, profunda y sexy.
—Creo que primero una copa —susurra Christian, distrayéndome de la canción—. Echa un poco atrás la
cabeza. —Hago lo que me dice—. Un poco más —me pide.
Obedezco y noto sus labios contra los míos. El vino frío cae en mi boca. Trago en un acto reflejo. Oh, Dios
mío. Me inundan recuerdos de no hace tanto: yo, en Vancouver antes de graduarme, tirada en una cama con
un Christian sexy y furioso al que no le había gustado mi correo. Mmm… ¿Han cambiado las cosas? No
mucho. Excepto por que ahora reconozco el vino. Es Sancerre, el favorito de Christian.
—Mmm —digo apreciativa.
—¿Te gusta el vino? —murmura y noto su aliento caliente en la mejilla. Me embargan su proximidad, su
vitalidad y su calor, que irradia hasta mi cuerpo aunque no me está tocando.
—Sí —digo en un jadeo.
—¿Más?
—Contigo siempre quiero más.
Casi puedo oír su sonrisa. Y eso me hace sonreír a mí también.
—Señora Grey, ¿está flirteando conmigo?
—Sí.
Su anillo de boda choca contra la copa cuando da otro sorbo. Ahora me parece un sonido sexy. Esta vez él
tira de mi cabeza hacia atrás y me la sujeta. Me besa otra vez y yo trago ávidamente el vino que me vierte en
la boca. Sonríe y me da otro beso.
—¿Tienes hambre?
—Creía que ya le había dicho que sí, señor Grey.
El cantante del iPod está cantando algo sobre juegos perversos. Mmm… qué apropiado.
Suena la alarma del microondas y Christian me suelta. Me siento erguida. La comida huele a especias: ajo,
menta, orégano, romero… También huele a cordero, creo. Abre la puerta del microondas y el olor se
intensifica.
—¡Mierda! ¡Joder! —exclama Christian y oigo que un plato repiquetea sobre la encimera.
¡Oh, Cincuenta!
—¿Estás bien?
—¡Sí! —responde con voz tensa. Un momento después lo noto de pie a mi lado otra vez—. Me he
quemado. Aquí —dice metiéndome el dedo índice en la boca—. Seguro que tú me lo chupas mejor que yo.
—Oh. —Le agarro la mano y me saco el dedo de la boca lentamente—. Ya está, ya está —digo y me
acerco para soplarle y enfriarle el dedo. Después le doy dos besitos suaves. Él deja de respirar. Vuelvo a
meterme el dedo en la boca y lo chupo con cuidado. Él inspira bruscamente y ese sonido me llega
directamente a la entrepierna. Tiene un sabor tan delicioso como siempre y me doy cuenta de que este es su
juego: la lenta seducción de su esposa. Se supone que estaba enfadado, pero ahora… Este hombre que es mi
marido es muy confuso. Pero a mí me gusta así. Juguetón. Divertido. Y muy sexy. Me ha dado algunas
respuestas, pero no las suficientes. Quiero más, pero también quiero jugar. Después de toda la ansiedad y la
tensión del día y la pesadilla de anoche con lo de Jack, necesito una distracción como esta.
—¿En qué piensas? —me pregunta Christian y me saca el dedo de la boca, lo que interrumpe mis
pensamientos.
—En lo temperamental que eres.
Todavía está a mi lado.
—Cincuenta Sombras, nena —dice por fin y me da un beso tierno en la comisura de la boca.
—Mi Cincuenta Sombras —le susurro y le agarro de la camiseta para atraerlo hacia mí.
—Oh, no, señora Grey, nada de tocar. Todavía no.
Me coge la mano, me obliga a soltarle la camiseta y me besa los dedos uno por uno.
—Siéntate bien —me ordena.
Hago un mohín.
—Te voy a azotar si haces mohínes. Abre bien la boca.
Oh, mierda. Abro la boca y él mete un tenedor con cordero caliente y especiado cubierto por una salsa de
yogur fría y con sabor a menta. Mmm… Mastico.
—¿Te gusta?
—Sí.
Él emite un sonido de satisfacción y sé que también está comiendo.
—¿Más?
Asiento. Me da otro trozo y yo lo mastico con energía. Deja el tenedor y parte algo… pan, creo.
—Abre —me manda.
Esta vez es pan de pita con humus. Veo que la señora Jones (o tal vez Christian) ha ido de compras a la
tienda de delicatessen que yo descubrí hace unas cinco semanas a solo dos manzanas del Escala. Mastico
encantada. El Christian juguetón me aumenta el apetito.
—¿Más? —me pregunta.
Asiento.
—Más de todo. Por favor. Me muero de hambre.
Oigo su sonrisa de placer. Me va dando de comer lenta y pacientemente, en ocasiones me quita un resto de
comida de la comisura de la boca con un beso o con los dedos. De vez en cuando me ofrece un sorbo de vino
de esa forma suya tan particular.
—Abre bien y después muerde —me dice, y yo lo hago.
Mmm… Una de mis comidas favoritas: hojas de parra rellenas. Están deliciosas, aunque frías; las prefiero
calientes pero no quiero arriesgarme a que Christian vuelva a quemarse. Me las va dando lentamente y,
cuando termino, le chupo los dedos para limpiárselos.
—¿Más? —me pregunta con voz baja y ronca.
Niego con la cabeza. Estoy llena.
—Bien —me susurra al oído—, porque ha llegado la hora de mi plato favorito. Tú. —Me coge en sus
brazos por sorpresa y yo chillo.
—¿Puedo quitarme el pañuelo de los ojos?
—No.
Estoy a punto de hacer un mohín, pero recuerdo su amenaza y me reprimo.
—Al cuarto de juegos —me avisa.
Oh, no sé si eso es una buena idea…
—¿Lista para el desafío? —me pregunta. Y como ya se ha acostumbrado a la palabra «desafío» no puedo
negarme.
—Allá vamos… —le respondo con el cuerpo lleno de deseo y de algo a lo que no quiero ponerle nombre.
Cruza la puerta de la cocina conmigo en brazos y después subimos al piso de arriba.
—Creo que has adelgazado —dice con desaprobación. ¿Ah, sí? Bien. Recuerdo su comentario cuando
llegamos de la luna de miel y lo poco que me gustó. Dios, ¿ya ha pasado una semana?
Cuando llegamos al cuarto de juegos me baja pero sigue rodeándome la cintura con el brazo. Abre la
puerta con destreza.
Esa habitación siempre huele igual: a madera pulida y a algo cítrico. Se ha convertido en un olor que me
resulta tranquilizador. Christian me suelta y me gira hasta que quedo de espaldas a él. Me quita el pañuelo y
yo parpadeo ante la tenue luz. Desprende las horquillas del moño y mi trenza cae. Me la coge y tira un poco
para que tenga que dar un paso atrás y pegarme a él.
—Tengo un plan —me susurra al oído, y eso provoca que un estremecimiento me recorra la espalda.
—Eso pensaba —le respondo. Me da un beso detrás de la oreja.
—Oh, señora Grey, claro que lo tengo. —Su tono es suave y cautivador. Tira de la trenza hacia un lado y
me recorre la garganta con suaves besos—. Primero tenemos que desnudarte. —Su voz ronronea desde lo
más profundo de su garganta y reverbera por todo mi cuerpo. Quiero esto, lo que sea que haya planeado.
Quiero que volvamos a conectar. Me gira para que le mire. Yo bajo la mirada hasta sus vaqueros, que todavía
tienen el primer botón desabrochado, y no puedo resistirme. Meto el dedo por debajo de la cintura, evitando
la camiseta y siento que el vello de su vientre me hace cosquillas en el nudillo. Él inhala bruscamente y yo
levanto la vista para mirarle. Me paro en el botón desabrochado y sus ojos adoptan un tono más oscuro de
gris. Oh, madre mía…
—Tú deberías quedarte con estos puestos —le susurro.
—Esa era mi intención, Anastasia.
Y entonces se mueve y me pone una mano en la nuca y otra en el culo. Me aprieta contra él y su boca se
cierra sobre la mía besándome como si su vida dependiera de ello.
¡Uau!
Me obliga a caminar hacia atrás, con nuestras lenguas todavía entrelazadas, hasta que noto la cruz de
madera justo detrás de mí. Se acerca todavía más y su cuerpo se contonea y se aprieta contra el mío.
—Fuera el vestido —dice subiéndome el vestido por los muslos, las caderas, el vientre… deliciosamente
lento, con la tela rozándome la piel y acariciándome los pechos—. Inclínate hacia delante —me ordena.
Obedezco y él me saca el vestido por la cabeza y lo tira a un lado, dejándome en sandalias, bragas y
sujetador. Sus ojos arden cuando me coge las manos y me las levanta por encima de la cabeza. Parpadea una
vez y ladea la cabeza y sé que es su forma de pedirme permiso. ¿Qué me va a hacer? Trago saliva y asiento y
una leve sonrisa de admiración, casi de orgullo, aparece en sus labios. Me sujeta las muñecas con las esposas
de piel que hay en la parte superior de la cruz y vuelve a sacar el pañuelo.
—Creo que ya has visto suficiente.
Me tapa los ojos de nuevo, y me recorre un escalofrío cuando noto que los demás sentidos se agudizan:
percibo el sonido de su suave respiración, mi respuesta excitada, la sangre que me late en los oídos, el olor de
Christian mezclado con el de la cera y los cítricos de la habitación… Todas las sensaciones están más
definidas porque no puedo ver. Su nariz toca la mía.
—Te voy a volver loca —me susurra. Me agarra las caderas con las manos y baja para quitarme las bragas,
acariciándome las piernas a su paso.
Volverme loca… uau.
—Levanta los pies, primero uno y luego el otro. —Obedezco y me quita primero las bragas y después una
sandalia seguida de la otra. Me coge suavemente un tobillo y tira un poco de mi pierna hacia la derecha—.
Baja el pie —me dice y después me esposa el tobillo derecho a la cruz. Seguidamente hace lo mismo con el
izquierdo.
Estoy indefensa, con los brazos y las piernas extendidos y sujetos a la cruz. Christian se acerca a mí y noto
su calor en todo el cuerpo aunque no me toca. Un segundo después me agarra la barbilla, me levanta la
cabeza y me da un beso casto.
—Un poco de música y juguetes, me parece. Está preciosa así, señora Grey. Me voy a tomar un instante
para admirar la vista. —Su voz es suave. Todo se tensa en mi interior.
Un minuto (o dos) después le oigo caminar hasta la cómoda y abrir uno de los cajones. ¿El cajón anal? No
tengo ni idea. Saca algo que deja sobre la cómoda y luego algo más. Los altavoces cobran vida y un segundo
después las notas de un piano que toca una melodía suave y cadenciosa llenan la habitación. Me suena: es
Bach, creo, pero no sé qué pieza. Algo en esa música me inquieta. Tal vez es porque es demasiado fría, como
distante. Frunzo el ceño intentando entender por qué me da esa sensación, pero Christian me agarra la
barbilla, sobresaltándome, y tira un poco de mi labio inferior para que deje de mordérmelo. ¿Por qué siento
esta incomodidad? ¿Es la música?
Christian me acaricia la barbilla, la garganta y va bajando hasta mis pechos, donde tira de la copa del
sujetador con el pulgar para liberar el pecho de su aprisionamiento. Ronronea ronco desde el fondo de su
garganta y me besa en el cuello. Sus labios recorren el mismo camino que han hecho sus dedos un momento
antes hasta mi pecho, besando y succionando a su paso. Sus dedos se dirigen a mi pecho izquierdo,
liberándolo también del sujetador. Gimo cuando me acaricia el pezón izquierdo con el pulgar y sus labios se
cierran sobre el derecho, tirando y acariciando hasta que los dos pezones están duros y prominentes.
—Ah…
Él no se detiene. Con un cuidado exquisito aumenta poco a poco la intensidad sobre los dos pezones. Tiro
infructuosamente de las esposas cuando siento unas punzadas de placer que salen de mis pezones y recorren
mi cuerpo hasta la entrepierna. Intento retorcerme, pero apenas puedo moverme y eso hace la tortura más
intensa.
—Christian… —le suplico.
—Lo sé —murmura con voz ronca—. Así me haces sentir tú.
¿Qué? Gruño y él empieza de nuevo a someter a mis pezones a esa agonía dulce una y otra vez…
acercándome cada vez más.
—Por favor… —lloriqueo.
Emite un sonido grave y primitivo desde su garganta y se pone de pie, dejándome abandonada, sin aliento
y tirando de las esposas que me atan. Me acaricia los costados con las manos. Deja una en la cadera y otra
sigue bajando por mi vientre.
—Vamos a ver cómo estás —me dice con suavidad. Me cubre el sexo con la mano y me roza el clítoris
con el pulgar, lo que me hace gritar. Lentamente mete un dedo en mi interior y después un segundo dedo.
Gimo y proyecto las caderas hacia delante, ansiosa por acercarme a sus dedos y a la palma de su mano—.
Oh, Anastasia, estás más que lista —me susurra.
Hace movimientos circulares con los dedos que tiene en mi interior, una y otra vez, y me acaricia el clítoris
con el pulgar, arriba y abajo, sin parar. Es el único punto del cuerpo en que me está tocando y toda la tensión
y la ansiedad del día se están concentrando en esa parte de mi anatomía.
Oh, Dios mío… esto es intenso… y extraño… la música… empiezo a acercarme… Christian se mueve, sin
detener los movimientos de su mano dentro y fuera de mí, y de repente oigo un zumbido suave.
—¿Qué es…? —pregunto casi sin aliento.
—Chis… —me dice para que me calle y aprieta sus labios contra los míos, su eficaz forma de silenciarme.
Agradezco ese contacto más cálido y más íntimo y le devuelvo el beso vorazmente. Él rompe el contacto y
oigo el zumbido más cerca—. Esto es una varita, nena. Vibra.
Me la apoya en el pecho y noto un objeto con forma de bola que vibra contra mi piel. Me estremezco
cuando empieza a bajarla por mi cuerpo y entre mis pechos y a desplazarla para que entre en contacto con
uno y después con el otro pezón. Me embargan un cúmulo de sensaciones: siento cosquillas por todo el
cuerpo y el cerebro en llamas cuando una necesidad oscura, muy oscura, se concentra en el fondo de mi
vientre.
—Ah —lloriqueo y los dedos de Christian siguen moviéndose dentro de mí. Estoy muy cerca… toda esta
estimulación… Echo atrás la cabeza y dejo escapar un gemido muy alto. Entonces Christian para de mover
los dedos y todas las sensaciones se esfuman—. ¡No! Christian… —le suplico y proyecto las caderas hacia
delante para intentar lograr algo de fricción.
—Quieta, nena —me dice mientras siento que la posibilidad del orgasmo se aleja y se desvanece. Se acerca
otra vez y me besa—. Es frustrante, ¿no? —me dice.
¡Oh, no! Acabo de entender de qué va este juego.
—Christian, por favor.
—Chis… —me dice y me da otro beso. Y vuelve a retomar el movimiento: la varita, los dedos, el pulgar…
Una combinación letal de tortura sensual. Se acerca para que su cuerpo roce el mío. Él todavía está vestido: la
tela de sus vaqueros me roza la pierna y su erección la cadera. Está tan cerca… Vuelve a llevarme casi hasta
el clímax, mi cuerpo pidiendo a gritos la liberación, y entonces se detiene.
—No —gimoteo.
Me da unos besos suaves y húmedos en el hombro y saca sus dedos de mí a la vez que va bajando la
varita. El juguete se desliza por mi estómago, mi vientre y mi sexo hasta tocarme el clítoris. Joder, esto es tan
intenso…
—¡Ah! —grito y tiro fuerte de las esposas.
Tengo todo el cuerpo tan sensible que siento que voy a explotar. Y justo cuando creo que ya ha llegado el
momento, Christian vuelve a detenerse.
—¡Christian! —chillo.
—Frustrante, ¿eh? —murmura contra mi garganta—. Igual que tú. Prometes una cosa y después… —No
acaba la frase.
—¡Christian, por favor! —le suplico.
Aprieta la varita contra mí una y otra vez, parando justo en el momento álgido cada vez. ¡Ah!
—Cada vez que paro, cuando vuelvo a empezar es más intenso, ¿verdad?
—Por favor… —le pido casi en un sollozo. Mis terminaciones nerviosas necesitan esa liberación.
El zumbido cesa y Christian me da otro beso y me acaricia la nariz con la suya.
—Eres la mujer más frustrante que he conocido.
No, no, ¡no!
—Christian, no he prometido obedecerte. Por favor, por favor…
Se coloca delante de mí, me coge con fuerza por el culo y aprieta su cadera contra mí. Eso me provoca un
respingo porque su entrepierna está en contacto con la mía a pesar de la ropa. Los botones de sus vaqueros,
que contienen a duras penas su erección, presionan contra mi carne. Con una mano me quita el pañuelo que
me tapa los ojos y me coge la barbilla. Parpadeo y cuando recupero la vista me encuentro con su mirada
abrasadora.
—Me vuelves loco —susurra empujándome con la cadera una vez, dos, tres, haciendo que mi cuerpo
empiece a soltar chispas a punto de arder. Y otra vez me lo niega. Le deseo tanto… Le necesito tanto…
Cierro los ojos y murmuro una oración. Me siento castigada, no puedo evitarlo. Estoy indefensa y él está
siendo implacable. Se me llenan los ojos de lágrimas. No sé hasta dónde va a llegar esto.
—Por favor… —vuelvo a suplicarle en un susurro.
Pero me mira sin ninguna piedad. Tiene intención de continuar. Pero ¿cuánto? ¿Puedo jugar a esto? No.
No. No… No puedo hacerlo. No va a parar. Va a seguir torturándome. Sus manos bajan por mi cuerpo otra
vez. No… Y repentinamente el dique estalla: toda la aprensión, la ansiedad y el miedo de los últimos días me
embargan y otra vez se me llenan los ojos de lágrimas. Aparto la mirada de la suya. Esto no es amor. Es
venganza.
—Rojo —sollozo—. Rojo. Rojo. —Las lágrimas empiezan a correrme por la cara.
Él se queda petrificado.
—¡No! —grita asombrado—. Dios mío, no…
Se acerca rápidamente, me suelta las manos y me agarra por la cintura mientras se agacha para soltarme los
tobillos. Yo entierro la cabeza entre las manos y sollozo.
—No, no, no, Ana, por favor. No.
Me coge en brazos y me lleva a la cama, se sienta y me acaricia en su regazo mientras lloro inconsolable.
Estoy sobrepasada… Mi cuerpo está tenso casi hasta el punto de romperse, tengo la mente en blanco y he
perdido totalmente el control de mis emociones. Estira la mano detrás de mí, arranca la sábana de seda de la
cama de cuatro postes y me envuelve con ella. La sábana fría me parece algo extraño y desagradable sobre mi
piel demasiado sensible. Me rodea con los brazos, me abraza con fuerza y me acuna.
—Lo siento, lo siento —murmura Christian con voz ronca. No deja de darme besos en el pelo—. Ana,
perdóname, por favor.
Giro la cara para ocultarla en su cuello y sigo llorando. Siento una liberación catártica. Han pasado tantas
cosas en los últimos días: incendios en salas de ordenadores, persecuciones en la carretera, carreras que han
planeado otros por mí, arquitectas putonas, lunáticos armados en el piso, discusiones, la ira de Christian y su
viaje. No quiero que Christian se vaya… Utilizo la esquina de la sábana para limpiarme la nariz y
gradualmente vuelvo a oír los tonos clínicos de Bach que siguen resonando en la habitación.
—Apaga la música, por favor —le pido sorbiendo por la nariz.
—Sí, claro. —Christian se mueve, sin soltarme, saca el mando a distancia del bolsillo de atrás de los
vaqueros, pulsa un botón y la música de piano cesa y ya solo se oye mi respiración temblorosa—. ¿Mejor? —
me pregunta.
Asiento y mis sollozos se van calmando. Christian me enjuga las lágrimas tiernamente con el pulgar.
—No te gustan mucho las Variaciones Goldberg de Bach, ¿eh? —me dice.
—No esas en concreto.
Me mira intentando ocultar la vergüenza que siente, pero fracasa estrepitosamente.
—Lo siento —vuelve a decir.
—¿Por qué has hecho eso? —Apenas se me oye. Sigo tratando de procesar el torbellino de pensamientos y
emociones que siento.
Niega con la cabeza tristemente y cierra los ojos.
—Me he dejado llevar por el momento —dice de forma poco convincente.
Frunzo el ceño y él suspira.
—Ana, la negación del orgasmo es una práctica estándar en… Tú nunca… —No acaba la frase.
Me revuelvo en su regazo y él hace una mueca de dolor.
Oh. Me ruborizo.
—Perdona —le susurro.
Él pone los ojos en blanco y se echa hacia atrás de repente, arrastrándome con él para que quedemos los
dos tumbados en la cama conmigo en sus brazos. El sujetador me resulta incómodo y me lo ajusto un poco.
—¿Te ayudo? —me pregunta en voz baja.
Niego. No quiero que me toque los pechos. Cambia de postura para poder mirarme. Levanta una mano con
precaución y la lleva hasta mi cara para acariciarme con los dedos. Se me vuelven a llenar los ojos de
lágrimas. ¿Cómo puede ser tan insensible a veces y tan tierno otras?
—No llores, por favor —murmura.
Este hombre me aturde y me confunde. Mi furia me ha abandonado cuando más la necesito… Me siento
entumecida. Solo quiero acurrucarme y abstraerme de todo. Parpadeo intentando controlar las lágrimas y le
miro a los ojos angustiados. Inspiro hondo, todavía temblorosa, sin apartar los ojos de los suyos. ¿Qué voy a
hacer con este hombre tan controlador? ¿Aprender a dejarle que me controle? No lo creo…
—Yo nunca ¿qué? —le pregunto.
—Nunca haces lo que te digo. Cambias de idea y no me dices dónde estás. Ana, estaba en Nueva York,
furioso e impotente. Si hubiera estado en Seattle te habría obligado a volver a casa.
—¿Por eso me estás castigando?
Traga saliva y después cierra los ojos. No tiene respuesta para eso, pero yo sé que castigarme era lo que
pretendía.
—Tienes que dejar de hacer esto —le digo.
Arruga la frente.
—Primero, porque al final solo acabas sintiéndote peor que cuando empezaste.
Él ríe burlón.
—Eso es cierto —murmura—. No me gusta verte así.
—Y a mí no me gusta sentirme así. Me dijiste cuando estábamos en el Fair Lady que yo no soy tu sumisa,
soy tu mujer.
—Lo sé, lo sé —reconoce en voz baja y ronca.
—Bueno, pues deja de tratarme como si lo fuera. Siento no haberte llamado. Procuraré no ser tan egoísta la
próxima vez. Ya sé que te preocupas por mí.
Me mira fijamente, examinándome de cerca con los ojos sombríos y ansiosos.
—Vale, está bien —dice por fin.
Se inclina hacia mí, pero se para justo antes de que sus labios toquen los míos en una petición silenciosa de
permiso. Yo acerco mi cara a la suya y él me besa tiernamente.
—Después de llorar tienes siempre los labios tan suaves… —murmura.
—No prometí obedecerte, Christian —le susurro.
—Lo sé.
—Tienes que aprender a aceptarlo, por favor. Por el bien de los dos. Y yo procuraré tener más en cuenta
tus… tendencias controladoras.
Se le ve perdido y vulnerable, completamente abrumado.
—Lo intentaré —murmura con una evidente sinceridad en la voz.
Suspiro profundamente para tranquilizarme.
—Sí, por favor. Además, si yo hubiera estado aquí…
—Lo sé —me dice y palidece. Vuelve a tumbarse y se coloca el brazo libre sobre la cara. Yo me acurruco
junto a él y apoyo la cabeza en su pecho. Los dos nos quedamos en silencio un rato. Su mano baja hasta el
final de mi trenza y me quita la goma, soltándome el pelo, para después lenta y rítmicamente peinármelo con
los dedos. De eso es de lo que va todo esto: de su miedo, un miedo irracional por mi seguridad. Me viene a la
mente la imagen de Jack Hyde tirado en el suelo del piso con la Glock al lado de la mano. Bueno, tal vez no
sea un miedo tan irracional. Por cierto, eso me recuerda…
—¿Qué querías decir antes, cuando has dicho «ni que»…? —insisto.
—¿«Ni que»?
—Era algo sobre Jack.
Levanta la cabeza para mirarme.
—No te rindes nunca, ¿verdad?
Apoyo la barbilla en su esternón disfrutando de la caricia tranquilizadora de sus dedos entre mi pelo.
—¿Rendirme? Jamás. Dímelo. No me gusta que me ocultes las cosas. Parece que tienes la incomprensible
idea de que necesito que me protejan. Tú no sabes disparar, yo sí. ¿Crees que no podría encajar lo que sea
que no me estás contando, Christian? He tenido a una de tus ex sumisas persiguiéndome y apuntándome con
un arma, tu ex amante pedófila me ha acosado… No me mires así —le digo cuando me mira con el ceño
fruncido—. Tu madre piensa lo mismo de ella.
—¿Has hablado con mi madre de Elena? —La voz de Christian sube unas cuantas octavas.
—Sí, Grace y yo hablamos de ella.
Christian me mira con la boca abierta.
—Tu madre está muy preocupada por eso y se culpa.
—No me puedo creer que hayas hablado de eso con mi madre. ¡Mierda! —Vuelve a tumbarse y a cubrirse
la cara con el brazo.
—No le di detalles.
—Eso espero. Grace no necesita saber los detalles escabrosos. Dios, Ana. ¿A mi padre también se lo has
dicho?
—¡No! —Niego con la cabeza con vehemencia. No tengo tanta confianza con Carrick. Y sus comentarios
sobre el acuerdo prematrimonial todavía me escuecen—. Pero estás intentando distraerme… otra vez. Jack.
¿Qué pasa con él?
Christian levanta el brazo un momento y me mira con una expresión impenetrable. Suspira y vuelve a
taparse con el brazo.
—Hyde estuvo implicado en el sabotaje de Charlie Tango. Los investigadores encontraron una huella
parcial, pero no pudieron establecer ninguna coincidencia definitiva. Pero después tú reconociste a Hyde en la
sala del servidor. Le arrestaron algunas veces en Detroit cuando era menor, así que sus huellas están en el
sistema. Y coinciden con la parcial.
Mi mente empieza a funcionar a mil por hora mientras intento absorber toda esa información. ¿Fue Jack el
que averió el helicóptero? Pero Christian ha cogido carrerilla.
—Esta mañana encontraron una furgoneta de carga aquí, en el garaje. Hyde la conducía. Ayer le trajo no
sé qué mierda al tío que se acaba de mudar, ese con el que subimos en el ascensor.
—No recuerdo su nombre.
—Yo tampoco —dice Christian—. Pero así es como Hyde consiguió entrar en el edificio. Trabaja para una
compañía de transportes…
—¿Y qué tiene esa furgoneta de especial?
Christian se queda callado.
—Christian, dímelo.
—La policía ha encontrado… cosas en la furgoneta. —Se detiene de nuevo y me aprieta con más fuerza.
—¿Qué cosas?
Permanece callado unos segundos y yo abro la boca para animarle a seguir, pero él empieza a hablar por su
propia voluntad.
—Un colchón, suficiente tranquilizante para caballos para dormir a una docena de equinos y una nota. —
Su voz ha ido bajando hasta convertirse en apenas un susurro y noto que le embargan el horror y la repulsión.
Maldita sea…
—¿Una nota? —Mi voz suena igual que la suya.
—Iba dirigida a mí.
—¿Y qué decía?
Christian niega con la cabeza para decirme que no lo sabe o que no me va a revelar lo que ponía.
Oh.
—Hyde vino aquí ayer con la intención de secuestrarte. —Christian se queda petrificado y con la cara
tensa. Cuando lo dice recuerdo la cinta americana y, aunque ya lo sabía, un escalofrío me recorre todo el
cuerpo.
—Mierda —murmuro.
—Eso mismo —responde Christian, todavía tenso.
Intento recordar a Jack en la oficina. ¿Siempre estuvo loco? ¿Cómo ha podido seguir adelante con algo así?
Vale, era un poco repulsivo, pero esto es una locura…
—No entiendo por qué —le digo—. No tiene sentido.
—Lo sé. La policía sigue indagando y también Welch. Pero creemos que la conexión tiene que estar en
Detroit.
—¿Detroit? —Le miro confundida.
—Sí. Tiene que haber algo allí.
—Sigo sin comprender…
Christian levanta la cabeza y me mira con una expresión inescrutable.

—Ana, yo nací en Detroit.
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