10
De repente
sale de mi cuerpo y me estremezco. Se sienta en la cama y tira el condón usado
en una papelera.
—Vamos,
tenemos que vestirnos… si quieres conocer a mi madre.
Sonríe, se
levanta de la cama y se pone los vaqueros… sin calzoncillos. Intento
incorporarme, pero sigo atada.
—Christian… no
puedo moverme.
Su sonrisa se
acentúa. Se inclina y me desata la corbata, que me ha dejado la marca de la
tela en las muñecas. Es… sexy. Me observa divertido, con ojos danzarines. Me
besa rápidamente en la frente y me sonríe.
—Otra novedad
—admite.
No tengo ni
idea de lo que quiere decir.
—No tengo ropa
limpia.
De pronto el
pánico se apodera de mí, y teniendo en cuenta la experiencia que acabo de
vivir, el pánico me parece insoportable. ¡Su madre! Maldita sea. No tengo ropa
limpia y prácticamente nos ha pillado in fraganti.
—Quizá debería
quedarme aquí.
—No, claro que
no —me contesta en tono amenazador—. Puedes ponerte algo mío.
Se ha puesto
una camiseta y se pasa la mano por el pelo revuelto. Aunque estoy muy nerviosa,
me quedo embobada. Su belleza es arrebatadora.
—Anastasia,
estarías preciosa hasta con un saco. No te preocupes, por favor. Me gustaría
que conocieras a mi madre. Vístete. Voy a calmarla un poco. —Aprieta los
labios—. Te espero en el salón dentro de cinco minutos. Si no, vendré a
buscarte y te arrastraré lleves lo que lleves puesto. Mis camisetas están en
ese cajón. Las camisas, en el armario. Sírvete tú misma.
Me mira un
instante inquisitivo y sale de la habitación.
Maldita sea,
la madre de Christian. Es mucho más de lo que esperaba. Quizá conocerla me
permita colocar algunas piezas del puzle. Podría ayudarme a entender por qué
Christian es como es… De pronto quiero conocerla. Recojo mi blusa del suelo y
me alegra descubrir que ha sobrevivido a la noche sin apenas arrugas. Encuentro
el sujetador azul debajo de la cama y me visto a toda prisa. Pero si hay algo
que odio es no llevar las bragas limpias. Me dirijo a la cómoda de Christian y
busco entre sus calzoncillos. Me pongo unos Calvin Klein ajustados, los
vaqueros y las Converse.
Cojo la
chaqueta, corro al cuarto de baño y observo mis ojos demasiado brillantes, mi
cara colorada… y mi pelo. Dios mío… Las trenzas despeindas tampoco me quedan
bien. Busco un cepillo, pero solo encuentro un peine. Menos da una piedra. Me
recojo el pelo rápidamente, mirando desesperada la ropa que llevo. Quizá
debería aceptar la oferta de Christian. Mi subconsciente frunce los labios y
articula la palabra «ja». No le hago caso. Me pongo la chaqueta y me alegro de
que los puños cubran las marcas de la corbata. Nerviosa, me miro por última vez
en el espejo. Es lo que hay. Me dirijo al salón.
—Aquí está
—dice Christian levantándose del sofá.
Me mira con
expresión cálida y agradecida. La mujer rubia que está a su lado se gira y me
dedica una amplia sonrisa. Se levanta también. Va impecable, con un vestido de
punto marrón claro y zapatos a juego, arreglada y elegante. Está muy guapa, y
me mortifico un poco pensando que yo voy hecha un desastre.
—Mamá, te
presento a Anastasia Steele. Anastasia, esta es Grace Trevelyan-Grey.
La doctora
Trevelyan-Grey me tiende la mano. T… ¿de Trevelyan? Su inicial.
—Encantada de
conocerte —murmura.
Si no me
equivoco, en su voz hay un matiz de sorpresa, quizá de inmenso alivio, y sus
ojos castaños emiten un cálido destello. Le estrecho la mano y no puedo evitar
sonreír, devolverle su calidez.
—Doctora Trevelyan-Grey
—digo en voz baja.
—Llámame
Grace. —Sonríe, y Christian frunce el ceño—. Suelen llamarme doctora Trevelyan,
y la señora Grey es mi suegra. —Me guiña un ojo—. Bueno, ¿y cómo os
conocisteis? — pregunta mirando interrogante a Christian, incapaz de ocultar su
curiosidad.
—Anastasia me
hizo una entrevista para la revista de la facultad, porque esta semana voy a
entregar los títulos.
Mierda,
mierda. Lo había olvidado.
—Así que te
gradúas esta semana… —me dice Grace.
—Sí.
Empieza a sonar
mi móvil. Apuesto a que es Kate.
—Disculpadme.
El teléfono
está en la cocina. Me acerco y lo cojo de la barra sin mirar quién me llama.
—Kate.
—¡Dios mío!
¡Ana!
Maldita sea,
es José. Parece desesperado.
—¿Dónde estás?
Te he llamado veinte veces. Tengo que verte. Quiero pedirte perdón por lo del
viernes. ¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
—Mira, José,
ahora no es un buen momento.
Miro muy
nerviosa a Christian, que me observa atentamente, con rostro impasible,
mientras murmura algo a su madre. Le doy la espalda.
—¿Dónde estás?
Kate me ha dado largas —se queja.
—En Seattle.
—¿Qué haces en
Seattle? ¿Estás con él?
—José, te
llamo más tarde. No puedo hablar ahora.
Y cuelgo.
Vuelvo con
toda tranquilidad con Christian y su madre. Grace está en pleno parloteo.
—… y Elliot me
llamó para decirme que estabas por aquí… Hace dos semanas que no te veo,
cariño.
—¿Elliot lo
sabía? —pregunta Christian mirándome con expresión indescifrable.
—Pensé que
podríamos comer juntos, pero ya veo que tienes otros planes, así que no quiero
interrumpiros.
Coge su largo
abrigo de color crema, se lo pone y le acerca la mejilla. Christian la besa
rápidamente. Ella no le toca.
—Tengo que
llevar a Anastasia a Portland.
—Claro,
cariño. Anastasia, un placer conocerte. Espero que volvamos a vernos.
Me tiende la
mano con ojos brillantes, y se la estrecho.
Taylor aparece
procedente… ¿de dónde?
—Señora Grey…
—Gracias,
Taylor.
La sigue por
el salón y cruza detrás de ella la doble puerta que da al vestíbulo. ¿Taylor ha
estado aquí todo el tiempo? ¿Cuánto lleva aquí? ¿Dónde ha estado?
Christian me
mira.
—Así que te ha
llamado el fotógrafo…
Mierda.
—Sí.
—¿Qué quería?
—Solo pedirme
perdón, ya sabes… por lo del viernes.
Christian
arruga la frente.
—Ya veo —se
limita a decirme.
Taylor vuelve
a aparecer.
—Señor Grey,
hay un problema con el envío a Darfur.
Christian
asiente bruscamente haciéndole callar.
—¿El Charlie
Tango ha vuelto a Boeing Field?
—Sí, señor.
—Me mira e inclina la cabeza—. Señorita Steele.
Le sonrío
torpemente, se gira y se marcha.
—¿Taylor vive
aquí?
—Sí —me
contesta cortante.
¿Qué le pasa
ahora?
Christian va a
la cocina, coge su BlackBerry y echa un vistazo a los e-mails, supongo. Está
muy serio. Hace una llamada.
—Ros, ¿cuál es
el problema? —pregunta bruscamente.
Escucha sin
dejar de mirarme con ojos interrogantes. Yo estoy en medio del enorme salón
preguntándome qué hacer, totalmente cohibida y fuera de lugar.
—No voy a
poner en peligro a la tripulación. No, cancélalo… Lo lanzaremos desde el aire…
Bien.
Cuelga. La
calidez de sus ojos ha desaparecido. Parece hostil. Me lanza una rápida mirada,
se dirige a su estudio y vuelve al momento.
—Este es el
contrato. Léelo y lo comentamos el fin de semana que viene. Te sugiero que
investigues un poco para que sepas de lo que estamos hablando. —Se calla un
momento—. Bueno, si aceptas, y espero de verdad que aceptes —añade en tono más
suave, nervioso.
—¿Que
investigue?
—Te
sorprendería saber lo que puedes encontrar en internet —murmura.
¡Internet! No
tengo ordenador, solo el portátil de Kate, y, por supuesto, no puedo utilizar
el de Clayton’s para este tipo de «investigación».
—¿Qué pasa?
—me pregunta ladeando la cabeza.
—No tengo
ordenador. Suelo utilizar los de la facultad. Veré si puedo utilizar el
portátil de Kate.
Me tiende un
sobre de papel manila.
—Seguro que
puedo… bueno… prestarte uno. Recoge tus cosas. Volveremos a Portland en coche y
comeremos algo por el camino. Voy a vestirme.
—Tengo que
hacer una llamada —murmuro.
Solo quiero
oír la voz de Kate. Christian pone mala cara.
—¿Al
fotógrafo?
Se le tensa la
mandíbula y le arden los ojos. Parpadeo.
—No me gusta
compartir, señorita Steele. Recuérdelo —me advierte con estremecedora
tranquilidad.
Me lanza una
larga y fría mirada y se dirige al dormitorio.
Maldita sea.
Solo quería llamar a Kate. Quiero llamarla delante de él, pero su repentina
actitud distante me ha dejado paralizada. ¿Qué ha pasado con el hombre
generoso, relajado y sonriente que me hacía el amor hace apenas media hora?
—¿Lista? —me
pregunta Christian junto a la puerta doble del vestíbulo.
Asiento,
insegura. Ha recuperado su tono distante, educado y convencional. Ha vuelto a
ponerse la máscara. Lleva una bolsa de piel al hombro. ¿Para qué la necesita?
Quizá va a quedarse en Portland. Entonces recuerdo la entrega de títulos. Sí,
claro… Estará en Portland el jueves. Lleva una cazadora negra de cuero. Vestido
así, sin duda no parece un multimillonario. Parece un chico descarriado, quizá
una rebelde estrella de rock o un modelo de pasarela. Suspiro por dentro
deseando tener una décima parte de su elegancia. Es tan tranquilo y controlado…
Frunzo el ceño al recordar su arrebato por la llamada de José… Bueno, al menos
parece que lo es.
Taylor está
esperando al fondo.
—Mañana, pues
—le dice a Taylor.
—Sí, señor —le
contesta Taylor asintiendo—. ¿Qué coche va a llevarse?
Me lanza una
rápida mirada.
—El R8.
—Buen viaje,
señor Grey. Señorita Steele.
Taylor me mira
con simpatía, aunque quizá en lo más profundo de sus ojos se esconda una pizca
de lástima.
Sin duda cree
que he sucumbido a los turbios hábitos sexuales del señor Grey. Bueno, a sus
excepcionales hábitos sexuales… ¿o quizá el sexo sea así para todo el mundo?
Frunzo el ceño al pensarlo. No tengo nada con lo que compararlo y por lo visto
no puedo preguntárselo a Kate. Así que tendré que hablar del tema con
Christian. Sería perfectamente natural poder hablar de ello con alguien… pero
no puedo hablar con Christian si de repente se muestra extrovertido y al minuto
siguiente distante.
Taylor nos
sujeta la puerta para que salgamos. Christian llama al ascensor.
—¿Qué pasa,
Anastasia? —me pregunta.
¿Cómo sabe que
estoy dándole vueltas a algo? Alza una mano y me levanta la barbilla.
—Deja de
morderte el labio o te follaré en el ascensor, y me dará igual si entra alguien
o no.
Me ruborizo,
pero sus labios esbozan una ligera sonrisa. Al final parece que está
recuperando el sentido del humor.
—Christian,
tengo un problema.
—¿Ah, sí? —me
pregunta observándome con atención.
Llega el
ascensor. Entramos y Christian pulsa el botón del parking.
—Bueno…
Me ruborizo.
¿Cómo explicárselo?
—Necesito
hablar con Kate. Tengo muchas preguntas sobre sexo, y tú estás demasiado
implicado. Si quieres que haga todas esas cosas, ¿cómo voy a saber…? —me
interrumpo e intento encontrar las palabras adecuadas—. Es que no tengo puntos
de referencia.
Pone los ojos
en blanco.
—Si no hay más
remedio, habla con ella —me contesta enfadado—. Pero asegúrate de que no
comente nada con Elliot.
Su insinuación
me hace dar un respingo. Kate no es así.
—Kate no haría
algo así, como yo no te diría a ti nada de lo que ella me cuente de Elliot… si
me contara algo —añado rápidamente.
—Bueno, la
diferencia es que a mí no me interesa su vida sexual —murmura Christian en tono
seco—. Elliot es un capullo entrometido. Pero háblale solo de lo que hemos
hecho hasta ahora —me advierte—. Seguramente me cortaría los huevos si supiera
lo que quiero hacer contigo — añade en voz tan baja que no estoy segura de si
pretendía que lo oyera.
—De acuerdo
—acepto sonriéndole aliviada.
No quiero ni
pensar en que Kate vaya a cortarle los huevos a Christian.
Frunce los
labios y mueve la cabeza.
—Cuanto antes
te sometas a mí mejor, y así acabamos con todo esto —murmura.
—¿Acabamos con
qué?
—Con tus
desafíos.
Me pasa una
mano por la mejilla y me besa rápidamente en los labios. Las puertas del
ascensor se abren. Me coge de la mano y tira de mí hacia el parking.
¿Mis desafíos?
¿De qué habla?
Cerca del
ascensor veo el Audi 4 x 4 negro, pero cuando pulsa el mando para que se abran
las puertas, se encienden las luces de un deportivo negro reluciente. Es uno de
esos coches que debería tener tumbada en el capó a una rubia de largas piernas
vestida solo con una banda de miss.
—Bonito coche
—murmuro en tono frío.
Me mira y
sonríe.
—Lo sé —me contesta.
Y por un
segundo vuelve el dulce, joven y despreocupado Christian. Me inspira ternura.
Está entusiasmado. Los chicos y sus juguetes. Pongo los ojos en blanco, pero no
puedo ocultar mi sonrisa. Me abre la puerta y entro. Uau… es muy bajo. Rodea el
coche con paso seguro y, cuando llega al otro lado, dobla su largo cuerpo con
elegancia. ¿Cómo lo consigue?
—¿Qué coche
es?
—Un Audi R8
Spyder. Como hace un día precioso, podemos bajar la capota. Ahí hay una gorra.
Bueno, debería haber dos.
Gira la llave
de contacto, y el motor ruge a nuestras espaldas. Deja la bolsa entre los dos
asientos, pulsa un botón y la capota retrocede lentamente. Pulsa otro, y la voz
de Bruce Springsteen nos envuelve.
—Va a tener
que gustarte Bruce.
Me sonríe,
saca el coche de la plaza de parking y sube la empinada rampa, donde nos
detenemos a esperar que se levante la puerta.
Y salimos a la
soleada mañana de mayo de Seattle. Abro la guantera y saco las gorras. Son del
equipo de los Mariners. ¿Le gusta el béisbol? Le tiendo una gorra y se la pone.
Paso el pelo por la parte de atrás de la mía y me bajo la visera.
La gente nos
mira al pasar. Por un momento pienso que lo miran a él… Luego, una paranoica
parte de mí cree que me miran a mí porque saben lo que he estado haciendo en
las últimas doce horas, pero al final me doy cuenta de que lo que miran es el
coche. Christian parece ajeno a todo, perdido en sus pensamientos.
Hay poco
tráfico, así que no tardamos en llegar a la interestatal 5 en dirección sur,
con el viento soplando por encima de nuestras cabezas. Bruce canta que arde de
deseo. Muy oportuno. Me ruborizo escuchando la letra. Christian me mira. Como
lleva puestas las Ray-Ban, no veo su expresión. Frunce los labios, apoya una
mano en mi rodilla y me la aprieta suavemente. Se me corta la respiración.
—¿Tienes
hambre? —me pregunta.
No de comida.
—No
especialmente.
Sus labios
vuelven a tensarse en una línea firme.
—Tienes que
comer, Anastasia —me reprende—. Conozco un sitio fantástico cerca de Olympia.
Pararemos allí.
Me aprieta la
rodilla de nuevo, su mano vuelve a sujetar el volante y pisa el acelerador. Me
veo impulsada contra el respaldo del asiento. Madre mía, cómo corre este coche.
El restaurante
es pequeño e íntimo, un chalet de madera en medio de un bosque. La decoración
es rústica: sillas diferentes, mesas con manteles a cuadros y flores silvestres
en pequeños jarrones. CUISINE SAUVAGE, alardea un cartel por encima de la
puerta.
—Hacía tiempo
que no venía. No se puede elegir… Preparan lo que han cazado o recogido.
Alza las cejas
fingiendo horrorizarse y no puedo evitar reírme. La camarera nos pregunta qué
vamos a beber. Se ruboriza al ver a Christian y se esconde debajo de su largo
flequillo rubio para evitar mirarlo a los ojos. ¡Le gusta! ¡No solo me pasa a
mí!
—Dos vasos de
Pinot Grigio —dice Christian en tono autoritario.
Pongo mala
cara.
—¿Qué pasa?
—me pregunta bruscamente.
—Yo quería una
Coca-Cola light —susurro.
Arruga la
frente y mueve la cabeza.
—El Pinot
Grigio de aquí es un vino decente. Irá bien con la comida, nos traigan lo que
nos traigan —me dice en tono paciente.
—¿Nos traigan
lo que nos traigan?
—Sí.
Esboza su
deslumbrante sonrisa ladeando la cabeza y se me hace un nudo en el estómago. No
puedo evitar devolvérsela.
A mi madre le
has gustado —me dice de pronto.
—¿En serio?
Sus palabras
hacen que me ruborice de alegría.
—Claro.
Siempre ha pensado que era gay.
Abro la boca
al acordarme de aquella pregunta… en la entrevista. Oh, no.
—¿Por qué
pensaba que eras gay? —le pregunto en voz baja.
—Porque nunca
me ha visto con una chica.
—Vaya… ¿con
ninguna de las quince?
Sonríe.
—Tienes buena
memoria. No, con ninguna de las quince.
—Oh.
—Mira,
Anastasia, para mí también ha sido un fin de semana de novedades —me dice en
voz baja.
—¿Sí?
Nunca había
dormido con nadie, nunca había tenido relaciones sexuales en mi cama, nunca
había llevado a una chica en el Charlie Tango y nunca le había presentado una
mujer a mi madre. ¿Qué estás haciendo conmigo?
La intensidad
de sus ojos ardientes me corta la respiración.
Llega la
camarera con nuestros vasos de vino, e inmediatamente doy un pequeño sorbo.
¿Está siendo franco o se trata de un simple comentario fortuito?
—Me lo he
pasado muy bien este fin de semana, de verdad —digo en voz baja.
Vuelve a
arrugar la frente.
—Deja de
morderte el labio —gruñe—. Yo también —añade.
—¿Qué es un
polvo vainilla? —le pregunto, aunque solo sea para no pensar en su intensa,
ardiente y sexy mirada.
Se ríe.
—Sexo
convencional, Anastasia, sin juguetes ni accesorios. —Se encoge de hombros—. Ya
sabes… bueno, la verdad es que no lo sabes, pero eso es lo que significa.
—Oh.
Creía que lo
que habíamos hecho eran polvos de exquisita tarta de chocolate fundido con una
guinda encima. Pero ya veo que no me entero.
La camarera
nos trae sopa, que ambos miramos con cierto recelo.
Sopa de
ortigas —nos informa la camarera.
Se da media
vuelta y regresa enfadada a la cocina. No creo que le guste que Christian no le
haga ni caso. Pruebo la sopa, que está riquísima. Christian y yo nos miramos a
la vez, aliviados. Suelto una risita, y él ladea la cabeza.
—Qué sonido
tan bonito —murmura.
—¿Por qué
nunca has echado polvos vainilla? ¿Siempre has hecho… bueno… lo que hagas? — le
pregunto intrigada.
Asiente
lentamente.
—Más o menos
—me contesta con cautela.
Por un momento
frunce el ceño y parece librar una especie de batalla interna. Luego levanta
los ojos, como si hubiera tomado una decisión.
—Una amiga de
mi madre me sedujo cuando yo tenía quince años.
—Oh.
¡Dios mío, tan
joven!
—Sus gustos
eran muy especiales. Fui su sumiso durante seis años.
Se encoge de
hombros.
—Oh.
Su confesión
me deja helada, aturdida.
—Así que sé lo
que implica, Anastasia —me dice con una mirada significativa.
Lo observo
fijamente, incapaz de articular palabra… Hasta mi subconsciente está en
silencio.
—La verdad es
que no tuve una introducción al sexo demasiado corriente.
Me pica la
curiosidad.
—¿Y nunca
saliste con nadie en la facultad?
—No —me
contesta negando con la cabeza para enfatizar su respuesta.
La camarera
entra para retirar nuestros platos y nos interrumpe un momento.
—¿Por qué? —le
pregunto cuando ya se ha ido.
Sonríe burlón.
—¿De verdad
quieres saberlo?
—Sí.
—Porque no
quise. Solo la deseaba a ella. Además, me habría matado a palos.
Sonríe con
cariño al recordarlo.
Oh, demasiada
información de golpe… pero quiero más.
—Si era una
amiga de tu madre, ¿cuántos años tenía?
Sonríe.
—Los
suficientes para saber lo que se hacía.
—¿Sigues
viéndola?
—Sí.
—¿Todavía…
bueno…?
Me ruborizo.
—No —me dice
negando con la cabeza y con una sonrisa indulgente—. Es una buena amiga.
—¿Tu madre lo
sabe?
Me mira como
diciéndome que no sea idiota.
—Claro que no.
La camarera
vuelve con sendos platos de venado, pero se me ha quitado el hambre. Toda una
revelación. Christian, sumiso… Madre mía. Doy un largo trago de Pinot Grigio…
Christian tenía razón, por supuesto: está exquisito. Dios, tengo que pensar en
todo lo que me ha contado. Necesito tiempo para procesarlo, cuando esté sola,
porque ahora me distrae su presencia. Es tan irresistible, tan macho alfa, y de
repente lanza este bombazo. Él sabe lo que es ser sumiso.
—Pero no
estarías con ella todo el tiempo… —le digo confundida.
—Bueno, estaba
solo con ella, aunque no la veía todo el tiempo. Era… difícil. Después de todo,
todavía estaba en el instituto, y más tarde en la facultad. Come, Anastasia.
—No tengo
hambre, Christian, de verdad.
Lo que me ha
contado me ha dejado aturdida.
Su expresión
se endurece.
—Come —me dice
en tono tranquilo, demasiado tranquilo.
Lo miro. Este
hombre… abusaron sexualmente de él cuando era adolescente… Su tono es
amenazador.
—Espera un
momento —susurro.
Pestañea un
par de veces.
—De acuerdo
—murmura.
Y sigue
comiendo.
Así será la
cosa si firmo. Tendré que cumplir sus órdenes. Frunzo el ceño. ¿Es eso lo que
quiero? Cojo el tenedor y el cuchillo, y empiezo a cortar el venado. Está
delicioso.
—¿Así será
nuestra… bueno… nuestra relación? ¿Estarás dándome órdenes todo el rato? —le
pregunto en un susurro, sin apenas atreverme a mirarlo.
—Sí —murmura.
—Ya veo.
—Es más,
querrás que lo haga —añade en voz baja.
Lo dudo,
sinceramente. Pincho otro trozo de venado y me lo acerco a los labios.
—Es mucho
decir —murmuro.
Y me lo meto
en la boca.
—Lo es.
Cierra los
ojos un segundo. Cuando los abre, está muy serio.
—Anastasia,
tienes que seguir tu instinto. Investiga un poco, lee el contrato… No tengo
problema en comentar cualquier detalle. Estaré en Portland hasta el viernes,
por si quieres que hablemos antes del fin de semana. —Sus palabras me llegan en
un torrente apresurado—.
Llámame…
Podríamos cenar… ¿digamos el miércoles? De verdad quiero que esto funcione.
Nunca he querido nada tanto.
Sus ojos
reflejan su ardiente sinceridad y su deseo. Es básicamente lo que no entiendo.
¿Por qué yo? ¿Por qué no una de las quince? Oh, no… ¿En eso voy a convertirme?
¿En un número? ¿La dieciséis, nada menos?
—¿Qué pasó con
las otras quince? —le pregunto de pronto.
Alza las cejas
sorprendido y mueve la cabeza con expresión resignada.
—Cosas distintas,
pero al fin y al cabo se reduce a… —Se detiene, creo que intentando encontrar
las palabras—. Incompatibilidad.
Se encoge de
hombros.
—¿Y crees que
yo podría ser compatible contigo?
—Sí.
—Entonces ya
no ves a ninguna de ellas.
—No, Anastasia.
Soy monógamo.
Vaya… toda una
noticia.
—Ya veo.
—Investiga un
poco, Anastasia.
Dejo el
cuchillo y el tenedor. No puedo seguir comiendo.
—¿Ya has
terminado? ¿Eso es todo lo que vas a comer?
Asiento. Me
pone mala cara, pero decide callarse. Dejo escapar un pequeño suspiro de
alivio. Con tanta información se me ha revuelto el estómago y estoy un poco
mareada por el vino. Lo observo devorando todo lo que tiene en el plato. Come
como una lima. Debe de hacer mucho ejercicio para mantener la figura. De pronto
recuerdo cómo le cae el pijama…, y la imagen me desconcentra. Me remuevo
incómoda. Me mira y me ruborizo.
—Daría
cualquier cosa por saber lo que estás pensando ahora mismo —murmura.
Me ruborizo
todavía más.
Me lanza una
sonrisa perversa.
—Ya me
imagino… —me provoca.
—Me alegro de
que no puedas leerme el pensamiento.
—El
pensamiento no, Anastasia, pero tu cuerpo… lo conozco bastante bien desde ayer
—me dice en tono sugerente.
¿Cómo puede
cambiar de humor tan rápido? Es tan volátil… Cuesta mucho seguirle el ritmo.
Llama a la
camarera y le pide la cuenta. Cuando ha pagado, se levanta y me tiende la mano.
—Vamos.
Me coge de la
mano y volvemos al coche. Lo inesperado de él es este contacto de su piel,
normal, íntimo. No puedo reconciliar este gesto corriente y tierno con lo que
quiere hacer en aquel cuarto… el cuarto rojo del dolor.
Hacemos el
viaje de Olympia a Vancouver en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos.
Cuando aparca
frente a la puerta de casa, son las cinco de la tarde. Las luces están
encendidas, así que Kate está dentro, sin duda empaquetando, a menos que Elliot
todavía no se haya marchado. Christian apaga el motor, y entonces caigo en la
cuenta de que tengo que separarme de él.
—¿Quieres
entrar? —le pregunto.
No quiero que
se marche. Quiero seguir más tiempo con él.
—No. Tengo
trabajo —me dice mirándome con expresión insondable.
Me miro las
manos y entrelazo los dedos. De pronto me pongo en plan sensiblero. Se va a
marchar. Me coge de la mano, se la lleva lentamente a la boca y me la besa con
ternura, un gesto dulce y pasado de moda. Me da un vuelco el corazón.
—Gracias por
este fin de semana, Anastasia. Ha sido… estupendo. ¿Nos vemos el miércoles?
Pasaré a buscarte por el trabajo o por donde me digas.
—Nos vemos el
miércoles —susurro.
Vuelve a
besarme la mano y me la deja en el regazo. Sale del coche, se acerca a mi
puerta y me la abre. ¿Por qué de pronto me siento huérfana? Se me hace un nudo
en la garganta. No quiero que me vea así. Sonrío forzadamente, salgo del coche
y me dirijo a la puerta sabiendo que tengo que enfrentarme a Kate, que temo
enfrentarme a Kate. A medio camino me giro y lo miro. Alegra esa cara, Steele,
me riño a mí misma.
—Ah… por
cierto, me he puesto unos calzoncillos tuyos.
Le sonrío y
tiro de la goma de los calzoncillos para que los vea. Christian abre la boca,
sorprendido. Una reacción genial. Mi humor cambia de inmediato y entro en casa
pavoneándome. Una parte de mí quiere levantar el puño y dar un salto. ¡SÍ! La
diosa que llevo dentro está encantada.
Kate está en
el comedor metiendo sus libros en cajas.
—¿Ya estás
aquí? ¿Dónde está Christian? ¿Cómo estás? —me pregunta en tono febril,
nervioso.
Viene hacia
mí, me coge por los hombros y examina minuciosamente mi cara antes incluso de
que la haya saludado.
Mierda… Tengo
que lidiar con la insistencia y la tenacidad de Kate, y llevo en el bolso un
documento legal firmado que dice que no puedo hablar. No es una saludable
combinación.
—Bueno, ¿cómo
ha ido? No he dejado de pensar en ti todo el rato… después de que Elliot se
marchara, claro —me dice sonriendo con picardía.
No puedo
evitar sonreír por su preocupación y su acuciante curiosidad, pero de pronto me
da vergüenza y me ruborizo. Lo que ha sucedido ha sido muy íntimo. Ver y saber
lo que Christian esconde. Pero tengo que darle algunos detalles, porque si no,
no va a dejarme en paz.
—Ha ido bien,
Kate. Muy bien, creo —le digo en tono tranquilo, intentando ocultar mi sonrisa.
—¿Estás
segura?
—No tengo nada
con lo que compararlo, ¿verdad? —le digo encogiéndome de hombros a modo de
disculpa.
—¿Te has
corrido?
Maldita sea,
qué directa es. Me pongo roja.
—Sí —murmuro
nerviosa.
Kate me empuja
hasta el sofá y nos sentamos. Me coge de las manos.
—Muy bien. —Me
mira como si no se lo creyera—. Ha sido tu primera vez. Uau… Christian debe de
saber lo que se hace.
Oh, Kate, si
tú supieras…
—Mi primera
vez fue terrorífica —sigue diciendo, poniendo cara triste de máscara de
comedia.
—¿Sí?
Me interesa.
Nunca me lo había contado.
—Sí. Steve
Patrone. En el instituto. Un atleta gilipollas. —Encoge los hombros—. Fue muy
brusco, y yo no estaba preparada. Estábamos los dos borrachos. Ya sabes… el
típico desastre adolescente después de la fiesta de fin de curso. Uf, tardé
meses en decidirme a volver a intentarlo. Y no con ese inútil. Yo era demasiado
joven. Has hecho bien en esperar.
—Kate, eso
suena espantoso.
Parece
melancólica.
—Sí, tardé
casi un año en tener mi primer orgasmo con penetración, y llegas tú… y a la
primera.
Asiento con
timidez. La diosa que llevo dentro está sentada en la postura del loto y parece
serena, aunque tiene una astuta sonrisa autocomplaciente en la cara.
—Me alegro de
que hayas perdido la virginidad con un hombre que sabe lo que se hace. —Me
guiña un ojo—. ¿Y cuándo vuelves a verlo?
—El miércoles.
Iremos a cenar.
—Así que
todavía te gusta…
—Sí, pero no
sé qué va a pasar.
—¿Por qué?
—Es
complicado, Kate. Ya sabes… Su mundo es totalmente diferente del mío.
Buena excusa.
Y creíble. Mucho mejor que «tiene un cuarto rojo del dolor y quiere convertirme
en su esclava sexual».
—Vamos, por
favor, no permitas que el dinero sea un problema, Ana. Elliot me ha dicho que es
muy raro que Christian salga con una chica.
—¿Eso te ha
dicho? —le pregunto en tono demasiado agudo.
¡Se te ve el
plumero, Steele! Mi subconsciente me mira moviendo su largo dedo y luego se
transforma en la balanza de la justicia para recordarme que Christian podría
demandarme si hablo demasiado. Ja… ¿Qué va a hacer? ¿Quedarse con todo mi
dinero? Tengo que acordarme de buscar en Google «penas por incumplir un acuerdo
de confidencialidad» cuando haga mi «investigación». Es como si me hubieran
puesto deberes. Quizá hasta me saco un título. Me ruborizo recordando mi
sobresaliente por el experimento en la bañera de esta mañana.
—Ana, ¿qué
pasa?
—Estaba
recordando algo que me ha dicho Christian.
—Pareces
distinta —me dice Kate con cariño.
—Me siento
distinta. Dolorida —le confieso.
—¿Dolorida?
—Un poco.
Me ruborizo.
—Yo también.
Hombres… —dice con una mueca de disgusto—. Son como animales.
Nos reímos las
dos.
—¿Tú también
estás dolorida? —le pregunto sorprendida.
—Sí… de tanto
darle.
Y me echo a
reír.
—Cuéntame
cosas de Elliot —le pido cuando paro por fin.
Siento que me
relajo por primera vez desde que estaba haciendo cola en el lavabo del bar…
antes de la llamada de teléfono con la que empezó todo esto… cuando admiraba al
señor Grey desde la distancia. Días felices y sin complicaciones.
Kate se
ruboriza. Oh, Dios mío… Katherine Agnes Kavanagh se convierte en Anastasia Rose
Steele. Me
lanza una mirada ingenua. Nunca antes la había visto reaccionar así por un
hombre.
Abro tanto la
boca que la mandíbula me llega al suelo. ¿Dónde está Kate? ¿Qué habéis hecho
con ella?
—Ana —me dice
entusiasmada—, es tan… tan… Lo tiene todo. Y cuando… oh… es fantástico.
Está tan
alterada que apenas puede hilvanar una frase.
—Creo que lo
que intentas decirme es que te gusta.
Asiente y se
ríe como una loca.
—He quedado
con él el sábado. Nos ayudará con la mundanza.
Junta las
manos, se levanta del sofá y se dirige a la ventana haciendo piruetas. La
mudanza. Mierda, lo había olvidado, y eso que hay cajas por todas partes.
—Muy amable
por su parte —le digo.
Así lo
conoceré. Quizá pueda darme más pistas sobre su extraño e inquietante hermano.
—Bueno, ¿qué
hicisteis anoche? —le pregunto.
Ladea la
cabeza hacia mí y alza las cejas en un gesto que viene a decir: «¿Tú qué crees,
idiota?».
—Más o menos
lo mismo que vosotros, pero nosotros cenamos antes —me dice riéndose—.
¿De verdad
estás bien? Pareces un poco agobiada.
—Estoy
agobiada. Christian es muy intenso.
—Sí, ya me
hice una idea. Pero ¿se ha portado bien contigo?
—Sí —la
tranquilizo—. Me muero de hambre. ¿Quieres que prepare algo?
Asiente y mete
un par de libros en una caja.
—¿Qué quieres
hacer con los libros de catorce mil dólares? —me pregunta.
—Se los voy a
devolver.
—¿De verdad?
—Es un regalo
exagerado. No puedo aceptarlo, y menos ahora.
Sonrío, y Kate
asiente con la cabeza.
—Lo entiendo.
Han llegado un par de cartas para ti, y José no ha dejado de llamar. Parecía
desesperado.
—Lo llamaré
—murmuro evasiva.
Si le cuento a
Kate lo de José, se lo merienda. Cojo las cartas de la mesa y las abro.
—Vaya, ¡tengo
entrevistas! Dentro de dos semanas, en Seattle, para hacer las prácticas.
—¿Con qué
editorial?
—Con las dos.
—Te dije que
tu expediente académico te abriría puertas, Ana.
Kate ya tiene
su puesto para hacer las prácticas en The Seattle Times, por supuesto. Su padre
conoce a alguien que conoce a alguien.
—¿Qué le
parece a Elliot que te vayas de vacaciones? —le pregunto.
Kate se dirige
hacia la cocina, y por primera vez desde que he llegado parece desconsolada.
—Lo entiende.
Una parte de mí no quiere marcharse, pero es tentador tumbarse al sol un par de
semanas. Además, mi madre no deja de insistir, porque cree que serán nuestras
últimas vacaciones en familia antes de que Ethan y yo empecemos a trabajar en
serio.
Nunca he
salido del Estados Unidos continental. Kate se va dos semanas a Barbados con
sus padres y su hermano, Ethan. Pasaré dos semanas sola, sin Kate, en la nueva
casa. Será raro. Ethan ha estado viajando por el mundo desde el año pasado,
después de graduarse. Por un momento me pregunto si lo veré antes de que se
vayan de vacaciones. Es un tipo majísimo. El teléfono me saca de mi ensoñación.
—Será José.
Suspiro. Sé
que tengo que hablar con él. Levanto el teléfono.
—Hola.
—¡Ana, has
vuelto! —exclama José aliviado.
—Obviamente
—le contesto con cierto sarcasmo.
Pongo los ojos
en blanco.
—¿Puedo verte?
Siento mucho lo del viernes. Estaba borracho… y tú… bueno. Ana, perdóname, por
favor.
—Claro que te
perdono, José. Pero que no se repita. Sabes cuáles son mis sentimientos por ti.
Suspira
profundamente, con tristeza.
—Lo sé, Ana.
Pero pensé que si te besaba, quizá tus sentimientos cambiarían.
—José, te
quiero mucho, eres muy importante para mí. Eres como el hermano que nunca he
tenido. Y eso no va a cambiar. Lo sabes.
Siento hacerle
daño, pero es la verdad.
—Entonces,
¿sales con él? —me pregunta con desdén.
—José, no
salgo con nadie.
—Pero has
pasado la noche con él.
—¡No es asunto
tuyo!
—¿Es por el
dinero?
—¡José! ¿Cómo
te atreves? —le grito, atónita por su atrevimiento.
—Ana —dice con
voz quejumbrosa, en tono de disculpa.
Ahora mismo no
estoy para aguantar sus mezquinos celos. Sé que está dolido, pero ya tengo
bastante con lidiar con Christian Grey.
—Quizá
podríamos tomar un café mañana. Te llamaré —le digo en tono conciliador.
Es mi amigo y
le tengo mucho cariño, pero en estos momentos no estoy para aguantar estas
cosas.
—Vale, mañana.
¿Me llamas tú?
Su voz
esperanzada me conmueve.
—Sí… Buenas
noches, José.
Cuelgo sin
esperar su respuesta.
—¿De qué va
todo esto? —me pregunta Katherine con las manos en las caderas.
Decido que lo
mejor es decirle la verdad. Parece más obstinada que nunca.
—El viernes
intentó besarme.
—¿José? ¿Y
Christian Grey? Ana, tus feromonas deben de estar haciendo horas extras. ¿En
qué estaba pensando ese imbécil?
Mueve la
cabeza enfadada y sigue empaquetando.
Tres cuartos
de hora después hacemos una pausa para degustar la especialidad de la casa, mi
lasaña. Kate abre una botella de vino y nos sentamos a comer entre las cajas,
bebiendo vino tinto barato y viendo programas de televisión basura. La
normalidad. Es bien recibida y tranquilizadora después de las últimas cuarenta
y ocho horas de… locura. Es mi primera comida en dos días sin preocupaciones,
sin que me insistan y en paz. ¿Qué problema tiene Christian con la comida? Kate
recoge los platos mientras yo acabo de empaquetar lo que queda en el salón.
Solo hemos dejado el sofá, la tele y la mesa. ¿Qué más podríamos necesitar?
Solo falta por empaquetar el contenido de nuestras habitaciones y la cocina, y
tenemos toda la semana por delante.
Vuelve a sonar
el teléfono. Es Elliot. Kate me guiña un ojo y se mete en su habitación dando
saltitos como una quinceañera. Sé que debería estar escribiendo su discurso por
haber sido la mejor alumna de la promoción, pero parece que Elliot es más
importante. ¿Qué pasa con los Grey? ¿Qué los hace tan absorbentes, tan
devoradores y tan irresistibles? Doy otro trago de vino.
Hago zapping
en busca de algún programa, pero en el fondo sé que estoy demorándome a
propósito. El contrato echa humo dentro de mi bolso. ¿Tendré las fuerzas y lo
que hay que tener para leerlo esta noche?
Apoyo la
cabeza en las manos. Tanto José como Christian quieren algo de mí. Con José es
fácil, pero Christian… Manejar y entender a Christian es otra cosa. Una parte
de mí quiere salir corriendo y esconderse. ¿Qué voy a hacer? Pienso en sus
ardientes ojos grises, en su intensa y provocativa mirada, y me pongo tensa.
Sofoco un grito. Ni siquiera está aquí y ya estoy a cien. No puede ser solo
sexo, ¿verdad? Pienso en sus bromas amables de esta mañana, en el desayuno, en
su alegría al verme encantada con el viaje en helicóptero, en cómo tocaba el
piano, esa música tan triste, dulce y conmovedora…
Es un hombre
muy complicado. Y ahora he empezado a entender por qué. Un chico privado de
adolescencia, del que abusa sexualmente una malvada señora Robinson… No es
extraño que parezca mayor de lo que es. Me entristece pensar en lo que debe de
haber pasado. Soy demasiado ingenua para saber exactamente de qué se trata,
pero la investigación arrojará algo de luz. Aunque ¿de verdad quiero saber?
¿Quiero explorar ese mundo del que no sé nada? Es un paso muy importante.
Si no lo
hubiera conocido, seguiría tan feliz, ajena a todo esto. Mi mente se traslada a
la noche de ayer y a esta mañana… a la increíble y sensual sexualidad que he
experimentado. ¿Quiero despedirme de ella? ¡No!, exclama mi subconsciente… La
diosa que llevo dentro, sumida en un silencio zen, asiente para mostrar que
está de acuerdo con ella.
Kate vuelve al
comedor sonriendo de oreja a oreja. Quizá esté enamorada. La miro boquiabierta.
Nunca se ha comportado así.
—Ana, me voy a
la cama. Estoy muy cansada.
—Yo también,
Kate.
Me abraza.
—Me alegro de
que hayas vuelto sana y salva. Hay algo raro en Christian —añade en voz baja,
en tono de disculpa.
Sonrío para
tranquilizarla, aunque pienso: ¿Cómo demonios lo sabe? Por eso será una
buenísima periodista, por su infalible intuición.
Cojo el bolso
y me voy a mi habitación con paso desganado. Los esfuerzos sexuales de las
últimas horas y el total y absoluto dilema al que me enfrento me han dejado
agotada. Me siento en la cama, saco con cautela del bolso el sobre de papel
manila y le doy vueltas entre las manos. ¿Estoy segura de que quiero saber
hasta dónde llega la depravación de Christian? Resulta tan intimidante… Respiro
hondo y rasgo el sobre con el corazón en un puño.
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