Hay luz por
todas partes. Una luz intensa, cálida, penetrante, y me esfuerzo por mantenerla
a raya unos cuantos minutos más. Quiero esconderme, solo unos minutos más, pero
el resplandor es demasiado fuerte y, al final, sucumbo al despertar. Una
gloriosa mañana de Seattle me saluda: el sol entra por el ventanal e inunda la
habitación de una luz demasiado intensa. ¿Por qué no bajamos las persianas
anoche? Estoy en la enorme cama de Christian Grey, pero él no está.
Me quedo
tumbada un rato, contemplando por el ventanal desde mi encumbrada y
privilegiada posición el perfil urbano de Seattle. La vida en las nubes produce
desde luego una sensación de irrealidad. Una fantasía —un castillo en el aire,
alejado del suelo, a salvo de la cruda realidad— lejos del abandono, del
hambre, de madres que se prostituyen por crack. Me estremezco al pensar lo que
debió de pasar de niño, y entiendo por qué vive aquí, aislado, rodeado de
belleza, de valiosas obras de arte, tan alejado de sus comienzos… toda una
declaración de intenciones. Frunzo el ceño, porque eso sigue sin explicar por
qué no puedo tocarlo.
Curiosamente,
yo me siento igual aquí arriba, en su torre de marfil. Lejos de la realidad.
Estoy en este piso de fantasía, teniendo un sexo de fantasía con mi novio de fantasía,
cuando la cruda realidad es que él quiere un contrato especial, aunque diga que
intentará darme más. ¿Qué significa eso? Eso es lo que tengo que aclarar entre
nosotros, para ver si aún estamos en extremos opuestos del balancín o nos vamos
acercando.
Salgo de la
cama sintiéndome agarrotada y, a falta de una expresión mejor, bien machacada.
Sí, debe de ser de tanto sexo. Mi subconsciente frunce los labios en señal de
desaprobación. Yo le pongo los ojos en blanco, alegrándome de que cierto obseso
del control de mano muy suelta no esté en la habitación, y decido preguntarle
por el entrenador personal. Eso, si firmo. La diosa que llevo dentro me mira
desesperada. Pues claro que vas a firmar. Las ignoro a las dos y, tras una
visita rápida al baño, salgo en busca de Christian.
No está en la
galería de arte, pero una mujer elegante de mediana edad está limpiando en la
zona de la cocina. Al verla, me paro en seco. Es rubia, lleva el pelo corto y
tiene los ojos azules; viste una impecable blusa blanca y lisa y una falda de
tubo azul marino. Esboza una ampia sonrisa al verme.
—Buenos días,
señorita Steele. ¿Le apetece desayunar? —me pregunta en un tono agradable pero
profesional, y yo alucino.
¿Qué hace esta
atractiva rubia en la cocina de Christian? No llevo puesta más que la camiseta
que me dejó. Me siento cohibida por mi desnudez.
—Me temo que
juega usted con ventaja —digo en voz baja, incapaz de ocultar la angustia que
me produce.
—Ah, lo siento
muchísimo… Soy la señora Jones, el ama de llaves del señor Grey.
Ah.
—¿Qué tal?
—consigo decir.
—¿Le apetece
desayunar, señora?
¡Señora!
—Me gustaría
tomar un poco de té, gracias. ¿Sabe dónde está el señor Grey?
—En su
estudio.
—Gracias.
Salgo
disparada hacia el estudio, muerta de vergüenza. ¿Por qué Christian solo
contrata a rubias atractivas? Y una idea desagradable me viene a la cabeza:
¿serán todas ex sumisas? Me niego a acariciar una idea tan espantosa. Asomo la
cabeza tímidamente por la puerta. Está al teléfono, de cara al ventanal,
vestido con pantalones negros y camisa blanca. Aún tiene el pelo mojado de la
ducha y eso me distrae por completo de mis pensamientos negativos.
—Salvo que
mejore el balance de pérdidas y ganancias de la compañía, no me interesa, Ros.
No vamos a
cargar con un peso muerto. No me pongas más excusas tontas. Que me llame Marco,
es todo o nada. Sí, dile a Barney que el prototipo pinta bien, aunque la
interfaz no me convence. No, le falta algo. Quiero verlo esta tarde para
discutirlo. A él y a su equipo; podemos hacer una tormenta de ideas. Vale.
Pásame con Andrea otra vez. —Espera, mirando por el ventanal, amo y señor del
universo contemplando a la pobre gente bajo su castillo en el cielo—
. Andrea…
Al levantar la
vista, me ve en la puerta. Una sensual sonrisa se extiende lentamente por su
hermoso rostro, y me quedo sin habla al tiempo que se me derriten las entrañas.
Es sin lugar a dudas el hombre más hermoso del planeta, demasiado hermoso para
los seres vulgares de allá abajo, demasiado hermoso para mí. No, la diosa que
llevo dentro me mira ceñuda, demasiado hermoso para mí, no. En cierto modo, es
mío… de momento. La idea me produce un escalofrío y disipa mi irracional
inseguridad.
Sigue
hablando, sin dejar de mirarme.
—Cancela toda
mi agenda de esta mañana, pero que me llame Bill. Estaré allí a las dos. Tengo
que hablar con Marco esta tarde, eso me llevará al menos media hora. Ponme a
Barney y a su equipo después de Marco, o quizá mañana, y búscame un hueco para
quedar con Claude todos los días de esta semana. Dile que espere. Ah. No, no
quiero publicidad para Darfur. Dile a Sam que se encargue él de eso. No. ¿Qué
evento? ¿El sábado que viene? Espera.
»¿Cuándo
vuelves de Georgia? —me pregunta.
—El viernes.
Retoma la
conversación telefónica.
—Necesitaré
una entrada más, porque voy acompañado. Sí, Andrea, eso es lo que he dicho,
acompañado, la señorita Anastasia Steele vendrá conmigo. Eso es todo. —Cuelga—.
Buenos días, señorita Steele.
—Señor Grey
—sonrío tímidamente.
Rodea el
escritorio con su habitual elegancia y se sitúa delante de mí. Me acaricia
suavemente la mejilla con el dorso de los dedos.
—No quería
despertarte, se te veía tan serena. ¿Has dormido bien?
—He
descansado, gracias. Solo he venido a saludar antes de darme una ducha.
Lo miro, me
embebo de él. Se inclina y me besa con suavidad, y no puedo controlarme. Me
cuelgo de su cuello y mis dedos se enredan en su pelo aún húmedo. Con el cuerpo
pegado al suyo, le devuelvo el beso. Lo deseo. Mi ataque lo toma por sorpresa,
pero, tras un instante, responde con un grave gruñido gutural. Desliza las
manos por mi pelo y desciende por la espalda para agarrarme el trasero desnudo,
explorándome la boca con la lengua. Se aparta, con los ojos entrecerrados.
—Vaya, parece
que el descanso te ha sentado bien —murmura—. Te sugiero que vayas a ducharte,
¿o te echo un polvo ahora mismo encima de mi escritorio?
—Prefiero lo
del escritorio —le susurro temeraria mientras el deseo invade mi organismo como
la adrenalina, despertándolo todo a su paso.
Me mira
perplejo un milisegundo.
—Esto le gusta
de verdad, ¿no, señorita Steele? Te estás volviendo insaciable —masculla.
—Lo que me
gusta eres tú —le digo.
Sus ojos se
agrandan y se oscurecen mientras me masajea el trasero desnudo.
—Desde luego,
solo yo —gruñe, y de pronto, con un movimiento rápido, aparta todos los planos
y documentos del escritorio, que se esparcen por el suelo, y luego me coge en
brazos y me tumba en el lado corto de la mesa, de forma que la cabeza casi me
cuelga por el borde—. Tú lo has querido, nena —masculla, sacándose un
preservativo del bolsillo del pantalón al tiempo que se baja la cremallera.
Vaya con el
boyscout. Desliza el condón por su miembro erecto y me mira.
—Espero que
estés lista —dice con una sonrisa lasciva.
Y en un
instante está dentro de mí y, sujetándome con fuerza las muñecas a los
costados, me penetra hasta el fondo.
Gimo… oh, sí.
—Dios, Ana. Sí
que estás lista —susurra con veneración.
Enroscándole
las piernas en la cintura, lo abrazo de la única forma que puedo mientras él,
de pie, me mira, con un brillo intenso en esos ojos grises, apasionado y
posesivo. Empieza a moverse, a moverse de verdad. Esto no es hacer el amor,
esto es follar, y me encanta. Gimo. Es tan crudo, tan carnal, me excita tanto.
Gozo de su penetración, su pasión sacia la mía. Se mueve con facilidad,
gozándome, disfrutando de mí, con la boca algo abierta a medida que se le
acelera la respiración. Gira las caderas de un lado a otro y me produce una
sensación deliciosa.
Cierro los
ojos, notando que se aproxima el clímax, esa deliciosa avalancha lenta y
creciente, que me eleva más y más hasta el castillo en el aire. Oh, sí… su
empuje aumenta un poco. Gimo fuerte. Soy toda sensación, toda él; disfruto de
cada embate, de cada vez que me llega hasta el fondo. Coge ritmo, empuja más
rápido, más fuerte, y todo mi cuerpo se mueve a su compás, y noto que se me
agarrotan las piernas, y mis entrañas se estremecen y se aceleran.
—Vamos, nena,
dámelo todo —me incita entre dientes, y el deseo ardiente de su voz, la
tensión, me abocan al precipicio.
Lanzo una
súplica silenciosa y apasionada cuando toco el sol y me quemo, y me desplomo a
su alrededor, caigo, de vuelta a una cima intensa y luminosa en la Tierra.
Embiste y para en seco al llegar al clímax y, tirándome de las muñecas, se
desploma con elegancia, calladamente, sobre mí.
Uau… esto no
me lo esperaba. Poco a poco, vuelvo a materializarme en la Tierra.
—¿Qué diablos
me estás haciendo? —dice besuqueándome el cuello—. Me tienes completamente
hechizado, Ana. Ejerces alguna magia poderosa.
Me suelta las
muñecas y le paso los dedos por el pelo, descendiendo de las alturas. Aprieto
las piernas alrededor de su cintura.
—Soy yo la
hechizada —susurro.
Me mira, me
contempla, con expresión desconcertada, alarmada incluso. Poniéndome las manos
a ambos lados de la cara, me sujeta la cabeza.
—Tú… eres… mía
—dice, marcando bien cada palabra—. ¿Entendido?
Lo dice tan
serio, tan exaltado… con tal fanatismo. La fuerza de su súplica me resulta tan
inesperada, tan apabullante. Me pregunto por qué se siente así.
—Sí, tuya —le
susurro, completamente desconcertada por su fervor.
—¿Seguro que
tienes que irte a Georgia?
Asiento
despacio. Y, en ese breve instante, veo alterarse su expresión y noto cómo
cambia su actitud. Se retira bruscamente y yo hago una mueca de dolor.
—¿Te duele?
—pregunta inclinándose sobre mí.
—Un poco
—confieso.
—Me gusta que
te duela. —Sus ojos abrasan—. Te recordará que he estado ahí, solo yo.
Me coge por la
barbilla y me besa con violencia, luego se endereza y me tiende la mano para
ayudarme a levantarme. Miro el envoltorio del condón que tengo al lado.
—Siempre
preparado —murmuro.
Me mira
confundido mientras se sube la bragueta. Sostengo en alto el envoltorio vacío.
—Un hombre
siempre puede tener esperanzas, Anastasia, incluso sueña, y a veces los sueños
se hacen realidad.
Suena tan
raro, con esa mirada encendida. No lo entiendo. Mi dicha poscoital se esfuma
rápidamente. ¿Qué problema tiene?
—Así que
hacerlo en tu escritorio… ¿era un sueño? —le pregunto con sequedad, probando a
bromear para aliviar la tensión que hay entre nosotros.
Me dedica una
sonrisa enigmática que no le llega a los ojos y sé inmediatamente que no es la
primera vez que lo ha hecho en su escritorio. La idea me desagrada. Me retuerzo
incómoda al tiempo que mi dicha poscoital se esfuma del todo.
—Más vale que
vaya a darme una ducha.
Me levanto y
me dispongo a marcharme.
Frunce el ceño
y se pasa una mano por el pelo.
—Tengo un par
de llamadas más que hacer. Desayunaré contigo cuando salgas de la ducha. Creo
que la señora Jones te ha lavado la ropa de ayer. Está en el armario.
¿Qué? ¿Cuándo
lo ha hecho? Por Dios, ¿nos habrá oído? Me ruborizo.
—Gracias
—murmuro.
—No se merecen
—dice automáticamente, pero noto cierto tonillo en su voz.
No te estoy
dando las gracias por follarme. Aunque ha sido muy…
—¿Qué? —me
suelta, y entonces me doy cuenta de que estoy frunciendo el ceño.
—¿Qué pasa?
—le pregunto en voz baja.
—¿A qué te
refieres?
—Pues a que
estás siendo aún más raro de lo habitual.
—¿Te parezco
raro?
Trata de
reprimir una sonrisa.
—A veces.
Me estudia un
instante, pensativo.
—Como de
costumbre, me sorprende, señorita Steele.
—¿En qué le
sorprendo?
—Digamos que
esto ha sido un regalito inesperado.
—La idea es
complacernos, señor Grey.
Ladeo la
cabeza como hace él a menudo, devolviéndole sus palabras.
—Y me
complaces, desde luego —dice, pero lo noto inquieto—. Pensaba que ibas a darte
una ducha.
Vaya, me está
echando.
—Sí… eh… luego
te veo.
Salgo de su
despacho completamente anonadada.
Christian
parecía confundido. ¿Por qué? Debo decir que, como experiencia física, ha sido
muy satisfactoria. En cambio, emocionalmente… bueno, me desconcierta su
reacción, y eso es tan enriquecedor emocionalmente como nutritivo el algodón de
azúcar.
La señora
Jones sigue en la cocina.
—¿Le apetece
el té ahora, señorita Steele?
—Me voy a
duchar primero, gracias —murmuro, y me apresuro a salir de allí con el rostro
aún encendido.
En la ducha,
trato de averiguar qué le pasa a Christian. Es la persona más complicada que
conozco y no alcanzo a comprender sus estados de ánimo cambiantes. Parecía
estar bien cuando he entrado en su estudio. Lo hemos hecho… y luego ya no
estaba bien. No, no lo entiendo. Recurro a mi subconsciente. Me la encuentro
silbando con las manos a la espalda, mirando a cualquier parte menos a mí. No
tiene ni idea, y la diosa que llevo dentro sigue disfrutando de los restos de
la dicha poscoital. No… ninguna de nosotras tiene ni idea.
Me seco el
pelo con la toalla, me lo cepillo con el único peine que tiene Christian y me
lo recojo en un moño. El vestido ciruela de Kate está colgado, lavado y
planchado, en el armario, junto con mi sujetador y mis bragas también limpios.
La señora Jones es una maravilla. Me calzo los zapatos de Kate, me arreglo un
poco el vestido, respiro hondo y vuelvo a salir del enorme dormitorio.
Christian
sigue sin aparecer, y la señora Jones está revisando lo que hay en la despensa.
—¿Quiere ya el
té, señorita Steele? —pregunta.
—Por favor.
Le sonrío. Me
siento algo más a gusto ahora que voy vestida.
—¿Le apetece
comer algo?
—No, gracias.
—Pues claro
que vas a comer algo —espeta Christian, resplandeciente—. Le gustan las
tortitas con huevos y beicon, señora Jones.
—Sí, señor
Grey. ¿Qué va a tomar usted, señor?
—Tortilla, por
favor, y algo de fruta. —No me quita los ojos de encima, su expresión es
indescifrable—. Siéntate —me ordena, señalando uno de los taburetes de la
barra.
Obedezco, y él
se sienta a mi lado mientras la señora Jones prepara el desayuno. Uf, me pone
nerviosa que alguien más oiga lo que hablamos.
¿Ya has
comprado el billete de avión?
—No, lo
compraré cuando llegue a casa, por internet.
Se apoya en mi
hombro y se frota la barbilla en él.
—¿Tienes
dinero?
Oh, no.
—Sí —digo
poniendo un tono de resignada paciencia, como si hablara con un niño pequeño.
Me arquea una
ceja reprobatoria. Mierda.
—Sí tengo,
gracias —rectifico enseguida.
—Tengo un jet.
No se va a usar hasta dentro de tres días; está a tu disposición.
Lo miro
boquiabierta. Pues claro que tiene un jet, y yo tengo que resistir la
inclinación natural de mi cuerpo a poner los ojos en blanco. Me entran ganas de
reír. Pero no lo hago, porque no sé de qué humor está.
—Ya hemos
abusado bastante de la flota aérea de tu empresa. No me gustaría volver a
hacerlo.
—La empresa es
mía, el jet también.
Parece
ofendido. ¡Ah, los chicos y sus juguetitos!
Gracias por el
ofrecimiento, pero prefiero coger un vuelo regular.
Me da la
impresión de que quiere seguir discutiéndolo, pero al final no lo hace.
—Como quieras.
—Suspira—. ¿Tienes que prepararte mucho para las entrevistas?
—No.
—Bien. No vas
a decirme de qué editoriales se trata, ¿verdad?
—No.
Se dibuja en
sus labios una sonrisa reticente.
—Soy un hombre
de recursos, señorita Steele.
—Soy
perfectamente consciente de eso, señor Grey. ¿Me vas a rastrear el móvil?
—pregunto inocentemente.
—La verdad es
que esta tarde voy a estar muy liado, así que tendré que pedirle a alguien que
lo haga por mí.
Sonríe con
picardía.
Lo dirá en
broma, ¿no?
—Si puedes
poner a alguien a hacer eso, es que te sobra personal, desde luego.
Le mandaré un
correo a la jefa de recursos humanos y le pediré que revise el recuento de
personal.
Tuerce la boca
para ocultar la sonrisa.
Ay, menos mal
que ha recobrado el sentido del humor.
La señora
Jones nos sirve el desayuno y comemos en silencio durante unos minutos. Tras
recoger los cacharros, la mujer se retira discretamente de la zona del salón.
Lo miro.
—¿Qué pasa,
Anastasia?
—¿Sabes?, al
final no me has dicho por qué no te gusta que te toquen.
Palidece y su
reacción me hace sentirme culpable por preguntar.
—Te he contado
más de lo que le he contado nunca a nadie —dice en voz baja mientras me mira
impasible.
Y tengo claro
que nunca le ha hecho confidencias a nadie. ¿No tiene amigos íntimos? Quizá se
lo contara a la señora Robinson. Quiero preguntárselo, pero no puedo… no puedo
meterme así en su vida. Niego con la cabeza al darme cuenta. Está solo, pero de
verdad.
—¿Pensarás en
nuestro contrato mientras estás fuera? —pregunta.
—Sí.
—¿Me vas a
echar de menos?
Lo miro,
sorprendida por la pregunta.
—Sí —respondo
con sinceridad.
¿Cómo puede
haber llegado a significar tanto para mí en tan poco tiempo? Se me ha metido
bajo la piel, literalmente. Sonríe y se le ilumina la mirada.
—Yo también te
voy a echar de menos. Más de lo que imaginas —me dice.
Se me alegra
el corazón al oír sus palabras. Lo está intentando, de verdad. Me acaricia
suavemente la mejilla, se inclina y me besa con ternura.
A última hora
de la tarde espero sentada y nerviosa al señor J. Hyde en el vestíbulo de
Seattle Independent Publishing. Es mi segunda entrevista de hoy y la que más me
interesa. La primera ha ido bien, pero era para un grupo mayor, con oficinas en
todo el país, y yo no sería más que una de las muchas ayudantes editoriales.
Imagino que semejante máquina corporativa me engulliría y me escupiría bastante
rápido. En SIP es donde quiero estar. Es pequeña y poco convencional, aboga por
los autores locales y tiene una interesante y peculiar lista de clientes.
El lugar
resulta un tanto austero, pero creo que es una declaración de intenciones más
que un indicio de frugalidad. Estoy sentada en uno de los dos sillones
Chesterfield de piel verde oscuro, muy similares al sofá que tiene Christian en
su cuarto de juegos. Acaricio la piel, apreciativa, y me pregunto distraída qué
hará Christian en ese sofá. Divago pensando en las posibilidades… no, más vale
que no piense en eso ahora. Me sonrojan mis pensamientos descarriados e
inoportunos. La recepcionista es una joven afroamericana con grandes pendientes
de plata y el pelo largo y liso. Tiene cierto aire bohemio; es de esa clase de
mujeres con las que podría llevarme bien. La idea me reconforta. De vez en
cuando me mira, apartando la vista del ordenador, y me sonríe tranquilizadora.
Yo le devuelvo la sonrisa tímidamente.
Ya tengo el
vuelo reservado, mi madre está encantada de que vaya a verla, he hecho la
maleta y Kate ha accedido a acompañarme al aeropuerto. Christian me ha ordenado
que me lleve la BlackBerry y el Mac. Pongo los ojos en blanco al recordar su
despotismo, pero ahora me doy cuenta de que él es así. Le gusta controlarlo
todo, incluida yo. Sin embargo, también puede ser tan impredecible y
desconcertantemente agradable… Puede ser tierno, alegre, e incluso dulce. Y,
cuando lo es, resulta tan imprevisible e inesperado… Ha insistido en
acompañarme hasta el coche, que estaba aparcado en el garaje. Por Dios, que
solo me voy unos días; se comporta como si me marchara durante varias semanas.
Me tiene siempre desconcertada.
—¿Ana Steele?
Una mujer de
melena negra prerrafaelita, de pie junto al mostrador de recepción, me saca de
mi ensimismamiento. Tiene el mismo aire bohemio y etéreo que la recepcionista.
Tendrá unos treinta y muchos, quizá cuarenta y pocos; resulta muy difícil de
saber con mujeres de cierta edad.
—Sí —respondo,
y me levanto desmañadamente.
Me dedica una
sonrisa educada, sus fríos ojos castaños me escudriñan. Visto uno de los
conjuntos de Kate, un pichi negro con una blusa blanca y mis zapatos negros de
tacón. Muy de entrevista, creo yo. Llevo el pelo recogido en un moño prieto y,
por una vez, los mechones se están comportando. Me tiende la mano.
—Hola, Ana, me
llamo Elizabeth Morgan. Soy la jefa de recursos humanos de SIP.
—¿Cómo está?
Le estrecho la
mano. La veo muy informal para ser jefa de recursos humanos.
—Sígueme, por
favor.
Pasamos la
puerta de doble hoja que hay detrás de la zona de recepción y entramos en una
oficina grande y diáfana de decoración luminosa, y de ahí a una pequeña sala de
reuniones. Las paredes son de color verde claro y están llenas de fotos de
cubiertas de libros. A la cabecera de la mesa de conferencias de madera de arce
está sentado un hombre joven, pelirrojo, con la melena recogida en una coleta.
En ambas orejas le brillan unos pequeños aros de plata. Viste camisa azul
claro, sin corbata, y pantalones de algodón gris oscuro. Cuando me acerco a él,
se levanta y me mira con unos ojos azul oscuro insondables.
—Ana Steele,
soy Jack Hyde, director de adquisiciones de SIP. Encantado de conocerte.
Nos damos la
mano. Su mirada oscura me resulta impenetrable, aunque suficientemente afable,
creo.
—¿Vienes de
muy lejos? —me pregunta amablemente.
—No, acabo de
mudarme a la zona de Pike Street Market.
—Ah, entonces
vives muy cerca. Siéntate, por favor.
Me siento, y
Elizabeth toma asiento a mi lado.
—Dinos, ¿por
qué quieres trabajar como becaria en SIP, Ana? —pregunta.
Pronuncia mi
nombre con suavidad y ladea la cabeza, como alguien que yo me sé; resulta
inquietante. Esforzándome por ignorar el recelo irracional que me inspira, me
lanzo a soltarle mi discurso cuidadosamente preparado, consciente de que un
rubor sonrosado se extiende por mis mejillas. Los miro a los dos, recordando la
charla de Katherine Kavanagh sobre cómo salir airoso de una entrevista:
«¡Mantén el contacto visual, Ana!». Dios, qué mandona puede ser ella también, a
veces. Jack y Elizabeth me escuchan con atención.
—Tienes una
nota media impresionante. ¿De qué actividades extracurriculares has disfrutado
en tu universidad?
¿Disfrutar? Lo
miro extrañada. Qué extraña elección léxica. Entro en detalles sobre mi puesto
de bibliotecaria en la biblioteca central del campus y mi experiencia
entrevistando a un déspota indecentemente rico para la revista de la
universidad. Paso por alto el hecho de que, en realidad, no fui yo quien
escribió el artículo. Menciono las dos sociedades literarias a las que
pertenecía y concluyo con mi trabajo en Clayton’s y todos los conocimientos
inútiles que ahora poseo sobre ferretería y bricolaje. Los dos se ríen, que es
lo que esperaba. Poco a poco, me relajo y empiezo a sentirme a gusto.
Jack Hyde me
hace preguntas agudas e inteligentes, pero no me amilano; mantengo el tipo y,
cuando hablamos de mis preferencias literarias y mis libros favoritos, creo que
me defiendo bastante bien. A Jack, en cambio, solo parece gustarle la
literatura estadounidense posterior a 1950. Nada más. Ningún clásico, ni
siquiera Henry James, ni Upton Sinclair, ni F. Scott Fitzgerald. Elizabeth no
dice nada, solo asiente de vez en cuando y toma notas. Jack, pese a su afán por
la controversia, es agradable a su manera, y mi recelo inicial se disipa a
medida que hablamos.
—¿Y dónde te
ves dentro de cinco años? —pregunta.
Con Christian
Grey, me viene sin querer la idea a la cabeza. La divagación me hace fruncir el
ceño.
—De editora,
quizá. Tal vez de agente literario, no estoy segura. Estoy abierta a todas las
posibilidades.
Jack sonríe.
—Muy bien,
Ana. No tengo más preguntas. ¿Y tú? —me plantea directamente.
—¿Cuándo
habría que empezar? —inquiero.
—Lo antes
posible —interviene Elizabeth—. ¿Cuándo podrías tú?
—Estoy
disponible a partir de la semana que viene.
—Está bien
saberlo —dice Jack.
—Si nadie
tiene nada más que decir —Elizabeth nos mira a los dos—, creo que damos por
terminada la entrevista.
Sonríe
amablemente.
—Ha sido un
placer conocerte, Ana —dice Jack en voz baja cogiéndome la mano.
Me la aprieta
con suavidad, así que lo miro con cierta extrañeza cuando me despido.
Camino del
coche, me noto intranquila, pero no sé por qué. Creo que la entrevista ha ido
bien, pero es difícil saberlo. Las entrevistas me parecen algo tan artificial;
todo el mundo comportándose de la mejor forma posible e intentando
desesperadamente esconderse tras una fachada profesional. ¿Encajo en el perfil?
Habrá que esperar para saberlo.
Me subo a mi
Audi A3 y me dirijo a casa, pero con tranquilidad. He reservado un vuelo
nocturno con escala en Atlanta, pero no sale hasta las 22.25 h, así que tengo
tiempo de sobra.
Cuando llego,
Kate está desempaquetando cajas en la cocina.
—¿Qué tal te
ha ido? —me pregunta emocionada.
Solo Kate
puede estar guapísima con una camiseta gigante, unos vaqueros gastados y un
pañuelo azul marino en la cabeza.
—Bien,
gracias, Kate. No sé si este conjunto era lo bastante apropiado para la segunda
entrevista.
¿Y eso?
—Me habría
venido mejor algo bohemio y elegante.
Kate arquea
una ceja.
—Tú y tus
bohemios elegantes. —Ladea la cabeza, ¡agh! ¿Por qué todo el mundo me recuerda
a mi Cincuenta favorito?—. En realidad, Ana, tú eres una de las pocas personas
que puede conseguir ese look.
Sonrío.
—Me ha gustado
mucho el segundo sitio. Creo que podría encajar allí. Eso sí, el tipo que me ha
entrevistado era un tanto inquietante.
Me interrumpo.
Mierda, que estás hablando con Parabólica Kavanagh. ¡Cállate, Ana!
—¿Y eso?
El radar de
Katherine Kavanagh, detector de datos interesantes, entra en acción de
inmediato en busca de ese dato que solo resurgirá en algún momento inoportuno y
comprometedor, lo cual me recuerda algo.
—Por cierto,
¿podrías dejar de provocar a Christian? Tu comentario sobre José en la cena de
anoche no venía a cuento. Es un tipo celoso. Lo que haces no está bien, ¿sabes?
—Mira, si no
fuera el hermano de Elliot, le habría dicho cosas peores. Es un controlador
obsesivo. No entiendo cómo lo aguantas. Pretendía ponerlo celoso, ayudarlo un
poco a decidirse. —Levanta las manos con aire defensivo—. Pero si no quieres
que me meta, no lo haré —añade enseguida al verme fruncir el ceño.
Muy bien. La
vida con Christian ya es bastante complicada de por sí, créeme.
Dios, sueno
como él.
—Ana. —Hace
una pausa, mirándome fijamente—. Estás bien, ¿no? ¿No irás a casa de tu madre
para escapar?
Me ruborizo.
—No, Kate.
Fuiste tú la que dijo que necesitaba un descanso.
Se acerca y me
coge de las manos, un gesto impropio de Kate. Oh, no… Me voy a echar a llorar.
—Te veo… no
sé… distinta. Espero que estés bien y que, sean cuales sean los problemas que
tengas con el señor Millonetis, puedas hablarlo conmigo. Y que sepas que yo no
pretendo provocarlo, aunque, la verdad, con él es como pescar en una pecera.
Mira, Ana, si algo va mal, cuéntamelo. No te voy a juzgar. Procuraré
entenderlo.
Contengo las
lágrimas.
—Ay, Kate… —La
abrazo—. Creo que me he enamorado de él de verdad.
—Ana, eso lo
ve cualquiera. Y él se ha enamorado de ti. Está loco por ti. No te quita los
ojos de encima.
Río
tímidamente.
—¿Tú crees?
¿No te lo ha
dicho?
—No con tantas
palabras.
—¿Se lo has
dicho tú?
—No con tantas
palabras.
Me encojo de
hombros, como disculpándome.
—¡Ana! Uno de
los dos tiene que dar el primer paso, si no nunca llegaréis a ninguna parte.
¿Qué, que le
diga lo que siento?
—Me da miedo
espantarlo.
—¿Y cómo sabes
que él no siente lo mismo?
—¿Christian,
miedo? No me lo imagino asustado de nada.
Pero, mientras
lo digo, me lo imagino de niño. Quizá el miedo fuera lo único que conocía
entonces. Solo de pensarlo, se me encoge el corazón de pena.
Kate me
observa con los labios y los ojos fruncidos, como mi subconsciente… solo le
faltan las gafas de media luna.
—Os hace falta
sentaros a charlar.
No hemos
hablado mucho últimamente.
Me sonrojo.
Otras cosas sí. Comunicación no verbal, y no ha estado nada mal. Bueno, ha
estado más que bien.
Sonríe.
—¡Por el sexo!
Si eso va bien, tienes media batalla ganada, Ana. Voy a buscar algo de comida
china. ¿Lo tienes ya todo listo para el viaje?
—Casi. Aún nos
quedan un par de horas o así.
—No… vuelvo
dentro de veinte minutos.
Coge la
cazadora y se va; se olvida de cerrar la puerta. La cierro y me voy a mi
cuarto, rumiando sus palabras.
¿Tiene miedo
Christian de lo que siente por mí? ¿Siente algo por mí? Parece muy
entusiasmado, dice que soy suya… pero eso forma parte de su yo dominante y
obsesivo que debe tenerlo y poseerlo todo, seguro. Me doy cuenta de que,
mientras esté fuera, tendré que repasar todas nuestras conversaciones y ver si
puedo detectar algún indicio claro.
«Yo también te
voy a echar de menos. Más de lo que imaginas.» «Me tienes completamente
hechizado.»
Niego con la
cabeza. No quiero pensar en eso ahora. La BlackBerry se está cargando, así que
no la he mirado en toda la tarde. Me acerco con cautela y me desilusiona ver
que no hay mensajes. Enciendo el cacharro infernal y tampoco hay mensajes. Es
la misma dirección de email, Ana, me dice mi subconsciente poniéndome los ojos
en blanco y, por primera vez, entiendo por qué Christian quiere darme unos
azotes cada vez que lo hago.
Vale. Bueno,
pues le escribo un correo yo.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 30 de
mayo de 2011 18:49
Para:
Christian Grey
Asunto:
Entrevistas
Querido señor:
Las
entrevistas de hoy han ido bien.
He pensado que
igual te interesaba.
¿Qué tal tu
día?
Ana
Me siento y
miro furiosa la pantalla. Las respuestas de Christian suelen ser instantáneas.
Espero y espero, y por fin oigo el tono de mensaje entrante.
De: Christian
Grey
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:03
Para:
Anastasia Steele
Asunto: Mi día
Querida
señorita Steele:
Todo lo que
hace me interesa. Es la mujer más fascinante que conozco.
Me alegro de
que sus entrevistas hayan ido bien.
Mi mañana ha
superado todas mis expectativas.
Mi tarde, en
comparación, ha sido de lo más aburrida.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:05
Para:
Christian Grey
Asunto: Mañana
maravillosa
Querido señor:
También la
mañana ha sido extraordinaria para mí, aunque te hayas mostrado raro después
del impecable polvo sobre el escritorio. No creas que no me he dado cuenta.
Gracias por el
desayuno. O gracias a la señora Jones.
Me gustaría
hacerte algunas preguntas sobre ella (sin que vuelvas a ponerte raro conmigo).
Ana
Titubeo antes
de pulsar la tecla de envío y me tranquiliza pensar que mañana a estas horas
estaré en la otra punta del continente.
De: Christian
Grey
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:10
Para:
Anastasia Steele
Asunto: ¿Tú en
una editorial?
Anastasia:
«Ponerse raro»
no es una forma verbal aceptable y no debería usarla alguien que quiere entrar
en el mundo editorial.
¿Impecable?
¿Comparado con qué, dime, por favor? ¿Y qué es lo que quieres preguntarme de la
señora Jones? Me tienes intrigado.
Christian Grey
Presidente de
Grey Enterprises Holdings, Inc.
De: Anastasia
Steele
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:17
Para:
Christian Grey
Asunto: Tú y
la señora Jones
Querido señor:
La lengua
evoluciona y avanza. Es algo vivo. No está encerrada en una torre de marfil,
rodeada de carísimas obras de arte, con vistas a casi todo Seattle y con un
helipuerto en la azotea.
Impecable en
comparación con las otras veces que hemos… ¿cómo lo llamas tú…?, ah, sí,
follado. De hecho, los polvos han sido todos impecables, punto, en mi modesta
opinión,… pero, claro, como bien sabes, tengo una experiencia muy limitada.
¿La señora
Jones es una ex sumisa tuya?
Ana
Titubeo una
vez más antes de darle a la tecla de envío, pero al final le doy.
De: Christian
Grey
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:22
Para:
Anastasia Steele
Asunto:
Lenguaje. ¡Esa boquita…!
Anastasia:
La señora
Jones es una empleada muy valiosa. Nunca he mantenido con ella más relación que
la profesional. No contrato a nadie con quien haya mantenido relaciones
sexuales. Me sorprende que se te haya ocurrido algo así. La única persona con
la que haría una excepción a esta norma eres tú, porque eres una joven
brillante con notables aptitudes para la negociación. No obstante, como sigas
utilizando semejante lenguaje, voy a tener que reconsiderar la posibilidad de
incorporarte a mi plantilla. Me alegra que tengas una experiencia limitada. Tu
experiencia seguirá estando limitada… solo a mí. Tomaré «impecable» como un
cumplido… aunque contigo nunca sé si es eso lo que quieres decir o si el
sarcasmo está hablando por ti, como de costumbre.
Christian Grey
Presidente de
Grey Enterprises Holdings, Inc., desde su torre de marfil
De: Anastasia
Steele
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:27
Para:
Christian Grey
Asunto: Ni por
todo el té de China
Querido señor
Grey:
Creo que ya le
he manifestado mis reservas respecto a trabajar en su empresa. Mi opinión no ha
cambiado, ni va a cambiar, ni cambiará, jamás. Ahora te tengo que dejar porque
Kate ya ha vuelto con la cena. Mi sarcasmo y yo te deseamos buenas noches.
Me pondré en
contacto contigo cuando esté en Georgia.
Ana
De: Christian
Grey
Fecha: 30 de
mayo de 2011 19:29
Para:
Anastasia Steele
Asunto: ¿Ni
por el té Twinings English Breakfast?
Buenas noches,
Anastasia.
Espero que tu
sarcasmo y tú tengáis un buen vuelo.
Christian Grey
Presidente de Grey Enterprises Holdings,
Inc.
Kate y yo
paramos en la zona de estacionamiento frente a la terminal de salidas del
Sea-Tac. Se inclina desde su asiento para abrazarme.
—Pásatelo bien
en Barbados, Kate. Que tengas unas vacaciones maravillosas.
—Te veo a la
vuelta. No dejes que Millonetis te amargue la existencia.
—No lo haré.
Nos abrazamos
una vez más, y me quedo sola. Me dirijo a facturación y me pongo en la cola,
esperando con mi equipaje de cabina. No me he molestado en coger una maleta,
solo una elegrante mochila que Ray me regaló por mi último cumpleaños.
—Billete, por
favor.
El joven
aburrido del otro lado del mostrador me tiende la mano sin mirarme siquiera.
Con idéntica
desgana le entrego mi billete y el carnet de conducir como documento de
identidad. Espero que me toque ventanilla, si es posible.
—Muy bien,
señorita Steele. La han pasado a primera clase.
—¿Qué?
—Señora, si es
tan amable, pase a la sala VIP y espere allí a que salga su vuelo.
Parece haber
despertado y me sonríe como si yo fuera Santa Claus y el conejo de Pascua todo
en uno.
—Tiene que
haber algún error.
—No, no.
—Vuelve a mirar la pantalla del ordenador—. Anastasia Steele: a primera clase
—lee, y me dirige una sonrisa afectada.
Aghhh… Entorno
los ojos. Me da mi tarjeta de embarque y me dirijo a la sala VIP, rezongando
por lo bajo. Maldito Christian Grey, metomentodo controlador. ¿Es que no me
puede dejar en paz?
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